Amnistía y división, la herencia de Sánchez

Javier Armesto Andrés
Javier Armesto EL QUID

OPINIÓN

Violeta Santos Moura | REUTERS

12 jun 2024 . Actualizado a las 14:10 h.

Pedro Sánchez es una especie de rey Midas al revés: en vez de convertirlo en oro, arruina todo lo que toca. Flirteó con Albert Rivera, que se quedó compuesto y sin partido; se acostó con Pablo Iglesias y el coletas ha tenido que raparse y meterse a tabernero; a Yolanda Díaz le puso un piso —perdón, un despacho— en Trabajo y acaba de dimitir como líder de Sumar, aunque mantiene la okupación del ministerio; el PNV le dio su apoyo en la moción de censura y casi sufre el sorpasso en el País Vasco. Con Sánchez, los únicos que prosperan son Bildu y Vox, los dos extremos ultras de la política española. Hasta sus socios catalanes han salido escaldados en las recientes elecciones del 12-M y le plantean el enésimo chantaje para que les deje gobernar. No les llega con la ley de amnistía.

Duele decirlo, pero Midas-Sánchez tenía razón: con sus cesiones, el independentismo ha perdido un 17,6 % de representación en el Parlament desde el 2021, el menor número de escaños desde 1980; y la mitad de los votos —casi un millón entre Junts y ERC— en los últimos comicios europeos. Que se te arrime el líder del PSOE es peor que derramar el salero mientras brindas con agua y se te cruza un gato negro.

Entonces, ¿el fin justifica los medios? He aquí la cuestión. Una gran parte del electorado da por bueno el precio pagado para supuestamente apaciguar al separatismo (en realidad, la tarifa abonada es por los siete votos que permitieron investir a Sánchez tras perder las elecciones y quedarse a 54 escaños de la mayoría absoluta). Traspaso de los trenes de cercanías, cesión de la gestión del ingreso mínimo vital, prioridad para el catalán en la UE mientras se mantiene la vergonzosa ley del 25 % del castellano en las aulas (y ni siquiera se cumple ese porcentaje), «mesas de diálogo» entre el Estado y el Gobierno autonómico como si fuera una relación entre iguales, negociación con un «verificador» salvadoreño experto en mediar con la guerrilla, inversiones millonarias —una fábrica de chips en Cerdanyola del Vallès y vía libre al gigante automovilístico chino Chery en la antigua planta de Nissan en Barcelona—, condonación de 15.000 millones de la deuda de Cataluña, incentivos para el regreso forzoso de las empresas que se fueron de la región...

Pero, sobre todo, la impunidad policial y judicial que supone la entrada en vigor de una ley de amnistía cocinada a fuego lento con un puñado de ingredientes de dudosa constitucionalidad: indultos a los encausados del procés, reforma del Código Penal para eliminar el delito de sedición y rebajar las penas por el de malversación, supresión del artículo de la ley de enjuiciamiento civil que regula la cuestión prejudicial europea, chup-chup-chup.

Aunque Cataluña renunciara definitivamente a la secesión (ni en sueños lo hará: tras lo conseguido irá a por más), la sensación que deja es que ese territorio está por encima de los demás, que puede sustraerse a las normas comunes que rigen para todos. En vez de caminar hacia una España de iguales, se fomenta la insolidaridad, la división y, como consecuencia, el enfrentamiento. Ese será el legado de Pedro Sánchez: un país polarizado y en el que ha resucitado el guerracivilismo en plena cuenta atrás hacia el 2036.