Entre los que meten la cuchara en el guiso de la política catalana hay un runrún. El de los tambores electorales. Autonómicos. Pero también generales. ¿Por qué? La cuestión es que Marta Rovira ha tomado las riendas de las negociaciones entre ERC y el PSC, ese tira y afloja para determinar si Salvador Illa será o no presidente. Oriol Junqueras, quemado por el fuego amigo, consumido por el procés, prefiere ahorrarse un nuevo braseado. Dicen los cronistas políticos que Rovira fue esa señora que, a lágrima viva, le dijo a Carles Puigdemont que tenía que proclamar la independencia; no por el bien del pueblo de Cataluña, sino por ellos mismos: si no daban ese paso no podrían volver a casa porque hasta los suyos los tacharían de traidores. Es una política que prefiere el salto al vacío que el paso atrás. Junqueras no evita el paso atrás, aunque suele ser con la intención de coger carrerilla. La cuestión es que Rovira no es precisamente una apuesta conciliadora. Y si no se logra acuerdo entre Esquerra y los socialistas, los plazos legales situarían las nuevas elecciones autonómicas a finales de octubre. En principio, parece un mes propicio para que el soberanismo desempolve fotos de antidisturbios. Pero el presunto exilio ya no es un éxito superventas en Cataluña, como se ha comprobado en las urnas. Además, en octubre los focos apuntarán al otro lado del Atlántico. Donald Trump, en plena campaña electoral, apretará con una vuelta más la tuerca de la polarización. Allí y aquí. Polarización y, seguramente, movilización de voto en España. Algo que le encajaría a Pedro Sánchez para venderse, una vez más, como el muro frente al trumpismo patrio en una nueva convocatoria electoral.