Parricidios, tótem y psicopatologías

Jorge Sobral Fernández
Jorge Sobral CATEDRÁTICO DE PSICOLOGÍA Y DIRECTOR DEL DEPARTAMENTO DE CIENCIA POLÍTICA Y SOCIOLOGÍA DE LA UNIVERSIDADE DE SANTIAGO

OPINIÓN

Marcial Guillén | EFE

29 jun 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

En las ultimas horas nos hemos estremecido como corresponde ante dos parricidios. Una hija y un hijo, cada uno por su lado, han asesinado a sus respectivos padres. Y, faltaría más, nos asalta a todos ese tipo de desazón que viene a ser mezcla de sorpresa, espanto y miedo. En la siguiente estación abordamos con ansia cualquier tren con destino «explicación» de crímenes tan singulares. Poco frecuentes, afortunadamente, pero no demasiado excepcionales.

Lo cierto es que algunos parricidios (del tipo ascendiente, hijos que matan a padres) pueden tener explicaciones relativamente sencillas: el autor sería preso de alguna patología clara y definida; bien algún trastorno del orden psicótico (esquizofrenia en diversos formatos; el paranoide, el más frecuente), bien trastornos del espectro neurótico, casi siempre vinculados con desregulación de los mecanismos básicos del autocontrol (crisis impulsivas, ataques de ira).

En otros supuestos, no pocas investigaciones han atribuido la génesis de estos desenlaces fatales a los motores de odio activados en el ecosistema familiar: malos tratos, celos, rencor por mil razones posibles. Preferencias, desprecios.. con la nada rara visita al escenario del alcohol y otras potentes drogas desinhibidoras. La máscara de jerarquía, autoridad, y reparto de roles, salta por los aires. Todo lo ordenado se desvanece, y cualquier opción aparece como legítima a los subjetivos ojos del agraviado.

Otras veces, y más allá de neurosis y psicosis mayores, asoma en el parricidio la simple y pura perversidad. El cálculo frío y utilitarista que el hijo psicópata hace llegar a su padre (mucho más que a su madre) con su hachazo mortal. Como el amable lector ya habrá adivinado, no es ni fácil ni productivo esclavizarse demasiado en la búsqueda de grandes explicaciones de carácter general. Cada parricidio es hijo de su padre y de su madre (nunca mejor dicho... perdóneseme el toquecito de humor, más bien negro).

Ahora bien, cierto es que hay un denominador común en todos ellos. Siempre están las emociones en el centro de ese campo de juego. Y en esa lid de interacciones múltiples y complejas que es la vida familiar, ya saben, odios y amores, esperanzas y frustraciones, deberes y derechos, esperanzas y decepciones... ejecutan un baile tan estrecho, tan íntimo y asfixiante, que ocasionalmente desembocan en danzas macabras. Si lo vemos desde esa perspectiva emocional y relacional, cobraría pleno sentido, por ejemplo, aquella obra de Michel Foucault en la que iluminó este submundo cuando puso letra y orden en la narración de aquel inculto campesino francés: «Yo, Pierre Riviere, que habiendo degollado a mi padre, a mí hermana y a mi hermano...» seguido de una larga y razonada exposición de «motivos explicativos» de su horrible matanza, que a poco que el lector baje la guardia, casi se entrega al sueño convencido de los «argumentos» de aquel señor.

Así de potente puede ser la construcción mental del asesino: el parricidio, no ya como un desahogo sino como una opción legítima, y en el colmo, casi mutada en una «necesidad». Y si lo vemos con una óptica todavía más amplia, más antropológica, y menos cientificista, siempre podemos refugiar nuestro desconsuelo en Freud. En su Tótem y Tabú (1913) escribía sobre dar muerte al padre, como uno de los crímenes fundacionales de la humanidad que tal nombre merezca: los hijos se unieron mataron al padre a serrallo para ocupar su lugar privilegiado... pero la culpa fue tanta, que la sombra del padre les perseguía aún más ahora que cuando estaba vivo. Y decidieron, entonces, crear el tótem: no matarás, y menos, a tu padre. Lo del tabú es todavía más escabroso. Dejémoslo para otro día. Y, más allá de las ansias por entender, con tótem o sin él, que cada asesino aguante su vela, derecho penal mediante.