Sostengo que el norte es uno en su totalidad, desde Bayona de Francia a Baiona de Galicia. Las diferencias son culturales y mantenemos idéntico paisaje y climatología, similar oferta gastronómica y un mismo mar, el Cantábrico, que se convierte en el sur gallego en un océano, el atlántico.
No se puede distinguir un sirimiri en las costas vascas del persuasivo orballo gallego, y la lluvia obstinada de todo el año configuró una forma de ser que vincula a gallegos, asturianos, cántabros y vascos. De verde se tiñó el paisaje en mil matices y puso una línea azul mar al horizonte.
Somos gentes del norte, amamos los atardeceres, cantamos en las tabernas, disfrutamos de la mesa, somos sentimentales, militamos en la nostalgia e inventamos conceptos que no tienen traducción como morriña.
Y quienes, gallegos como yo, vivimos alejados de la tierra, nos autoconvocamos para un retorno efímero cuando el verano se instala en el calendario.
Volvemos, regresamos a la patria de nación con «na fronte unha estrela e no bico un cantar» dejándonos llevar por la molicie de las tardes infinitas hasta que llega la noche paseada con esa brisa tenue que preludia la salida de las estrellas en el decorado aterciopelado del cielo.
Evocamos el aroma extravagante de las jacarandás que huele al sur, y recordamos el perfume de las damas de noche oliendo el decorado malva de las buganvillas que trepan por las paredes del sur de Galicia, y nos vemos protegidos por el batallón de las hortensias, blancas, azules y rosas, que de un tiempo a esta parte parecen haberse convertido en la flor nacional de Galicia.
Nos sentamos en un ángulo del dolce far niente que está en una terraza de la plaza, y desde allí amparados por la noche constatamos que las de verano en el norte más al norte, que es donde está mi ciudad, son realmente plácidas, honestas, pues crecen sin engaños ni falsas pretensiones, ofrecen más de lo que prometen y son el mejor de los regalos de julio y agosto.
El gin-tonic o la cerveza, tras paladear un buen vino, son el complemento perfecto para celebrar el día que concluye. Y hasta la luna llena de agosto se suma compañera al disfrute de las noches de verano.
Si la mañana amanece torpe y nublada, y el conjuro de «esto abre» no es eficaz y se empeña en «no levantar» hurtándonos el sol, solo hay que aguardar a que llegue la noche para encontrarnos con esa amabilidad cordial del verano que acude siempre al territorio norteño, en auxilio de quienes frecuentamos, año a año, el norte más al norte.