A mí, la verdad, siempre me impresionó mucho la democracia. Que sean unos papelitos los que determinen el gobierno de un país, que es como una gigantesca empresa con ingentes cantidades de dinero y decenas de millones de habitantes, muchos de los cuales están empleados por el estado. Por eso entendía perfectamente a Trump cuando peleaba su «mayoría robada» y entiendo perfectamente a Maduro, que no se quiere ir, como el niño al que mandan a la cama en mitad de una fiesta. No se quiere ir y no se va. Pero fíjense ustedes que su berrinche comienza a funcionar, pues ya hay voces que proponen la repetición de las elecciones en Venezuela. Una petición perfectamente cómplice. Y el sistema puede funcionar, porque solo hay que ir votando repetidamente hasta que gane Maduro y pueda por fin presentar las actas. Será una nueva democracia, una, digamos, democracia persistente.
Venezuela en mi infancia era el país de donde venían los emigrantes millonarios. Traían coches inmensos, camisas de flores, dientes de oro y anillos con esmeraldas. Traían también bolígrafos con imágenes de sirenas que, si se volteaban, se quedaban desnudas, para solaz de la chiquillería. Además, los retornados hablaban de Caracas —que a mí me evocaba unas maracas— y del puerto de La Guaira, y algunos traían grandes guacamayos de colores que contemplaban sus vecinos con la boca abierta. Venezuela era el país del petróleo, el calor y la prosperidad. Era el país de Nunca Jamás o la ciudad perdida de Z. Pero ahora es solo el paraíso perdido.