En abril de 2014, el entonces ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, recordado por la original iniciativa de crear la «policía patriótica», aseguró que «hay que limpiar las redes sociales de indeseables». Esta semana, el fiscal para delitos de odio, Miguel Ángel Aguilar, propuso restringir el acceso a las plataformas digitales a quienes difundan bulos y promuevan rencor y aversión. Una década después seguimos instalados en las intenciones. Con cuatro condenas irrisorias por el camino.
Entre el asesinato de la presidenta de la Diputación de León, Isabel Carrasco, que motivó la propuesta del entonces ministro, y el del niño toledano de 11 años cuando jugaba al fútbol en Mocejón la situación no ha hecho más que empeorar. Que es lo que ocurre cuando no se le pone remedio a un problema. Porque se entiende que resta apoyos electorales, resulta poco democrático, o por lo que sea.
Las redes sociales no son tal. Son un lodazal en el que chapuza todo cuanto descerebrado habita este país. Campando a sus anchas. Dando rienda suelta a la imaginación. Promoviendo linchamientos públicos. Y enturbiando la convivencia pacífica, que cada día lo es menos.
En Mocejón no se produjo una tragedia de milagro. Por la cordura vecinal. Las redes llamaron a apalizar, degollar y quemar el hotel donde residen medio centenar de migrantes llegados al pueblo y a los que se les achacó el delito. Sin una sola prueba. Siendo reproducido por miles y miles de imbéciles, webs, pseudomedios y tertulias varias, hasta provocar un clima de rechazo ante el que la propia familia del asesinado hubo de llamar a la prudencia. Lo que también le valió amenazas.
Alzarse ahora como el promotor de regular el uso de las redes para combatir bulos y desinformación es una simpleza pueril. El linchamiento público, reforzado por engaños y falacias, se utiliza, no solo en las tragedias, por los que padecen una demencia y por quienes, que son más de los que pudiéramos creer, aceptan y propagan sus disparatadas teorías. Personajes de todo tipo sufren los efectos de una campaña de linchamiento, sin poder contrarrestarla ante la pasividad del Estado. Porque el Estado español dispone de los instrumentos necesarios para evitar las situaciones de acoso y derribo que vivimos a diario. Existen los medios, lo que no existe es interés por aplicarlos.
Por eso salir ahora diciendo que hay que acabar con el anonimato online debería de ser suficiente motivo de su cese inmediato. El problema, de extrema gravedad, no se ataja porque no se quiere. Que no nos vengan con la milonga de que no hay que tocar derechos fundamentales como la libertad de expresión. Claro que no. Es más sencillo. Solo hay que apartar de las redes a los descerebrados que llaman a plantarle fuego al hotel donde se alojan medio centenar de jóvenes. Por ser negros e inmigrantes. Eso no es libertad de expresión. Consentirlo es legalizar el derecho al odio.