Santiago Rey se nos ha ido y el cronista, este cronista, enmudeció de repente. Se quedó momentáneamente sin palabras. Embargado por un sentimiento de orfandad y sin ánimo para colgar el dolor en la percha del tópico o para oficiar el ritual de la laudatio póstuma. Mudo también por pudor: recordar su relación con el patrón, más de cuatro décadas de nuestras vidas respectivas, equivale a desnudarse en público. A exponer en el escaparate de la concurrida gran vía sus intimidades y el saldo de deudas contraídas y jamás satisfechas.
Santiago Rey se nos ha ido y un amigo común incita al periodista, este periodista, a romper su silencio. Con un argumento plausible: alguien, en estos tiempos de polarización a piñón fijo, podría malinterpretar su mutismo. Recurro entonces a la hemeroteca y al autoplagio, que solo es pecado venial, para recordar el día en que Santiago Rey nos enroló en La Voz de Galicia.
Alboreaba la democracia y el patrón daba las últimas puntadas, con hilos de diversos colores y procedencias, a su equipo de colaboradores. Éramos un plantel de periodistas reclutados en los más diversos rincones ideológicos y políticos del reino. Se comentaba entonces que, mientras subíamos a bordo con el hatillo de ilusiones al hombro, un copropietario de la naviera habría dicho: «Este Santiago está llenando el periódico de rojos y drogadictos». Tal vez algún fundamento tenía la acusación. Porque sí, rojos éramos, y rebeldes, por inconformistas y por críticos con el poder, con todos los poderes que gobiernan nuestras vidas. Y adictos también: a la morfina del periodismo y a la droga de Galicia. Y Santiago Rey, el primero, que por eso apostaba por el pluralismo y enrolaba en su barco a aquel grupo heterogéneo de periodistas.
Visto a distancia se perciben con nitidez sus intenciones. Porque sabía que la voz de Galicia no es monocorde ni de un solo tono, sino felizmente plural, hizo de La Voz de Galicia una polifonía. Un conjunto armónico de sonidos e ideas diversas. Un espacio de libertad y de contrastes. A la prueba me remito. Los autotitulados diarios «nacionales» —¿a santo de qué tal título?— delatan a sus lectores. Dime qué periódico lees y te diré cómo piensas e incluso, con un ínfimo margen de error, a quién votas. Son periódicos de parte, cuando no de partido. A diferencia del transeúnte que lleva las ideas bajo el brazo y al descubierto, del lector de La Voz de Galicia solo podemos certificar que le interesa Galicia y sus circunstancias. Y también que en su ejemplar no hallará un discurso único y dogmático, sino visiones distintas, perspectivas enriquecedoras y opiniones diversas sobre el asunto que le interesa.
Santiago Rey, que renunció a pingües negocios para ser exclusivamente editor de periódicos, era el garante del pluralismo y el nexo que a todos nos unía en La Voz de Galicia. Habitualmente puede el lector constatar posiciones contrapuestas sobre lo divino y lo humano en las páginas de opinión. Pero estos días solo hallará unanimidad: todos lloramos al amigo que se ha ido y todos experimentamos el vértigo del vacío que nos deja.