Ocurrió en Inglaterra. Un hombre armado con un cuchillo irrumpe en una sesión de baile para niños, asesina a tres chicas y hiere a otras 10 personas. Inmediatamente la desinformación de ultraderecha se moviliza en la red y asegura que el agresor es un inmigrante islámico solicitante de asilo, por supuesto falso. Como respuesta se desatan violentas protestas: turbas racistas atacan e incendian mezquitas, alojamientos para migrantes, saquean sus tiendas, golpean a personas de color, algunos británicos llevan a sus hijos a aprender el oficio de racista. Qué profesión tan bonita.
Ocurrió en España. Mateo, de once años, fue asesinado con arma blanca cuando se encontraba jugando al fútbol con sus amigos en un polideportivo de la localidad de Mocejón, en Toledo. El portavoz de la familia del niño asesinado ha denunciado el acoso que está sufriendo en redes sociales. En una conversación radiofónica ha declarado: «Me están atacando, marcando, investigando un pasado que no tengo. Están diciendo que tengo las manos manchadas por tener fotos en África», esto por pedir que no se criminalizara a los menores no acompañados. El presunto asesino es un joven español.
Luis Pérez, un eurodiputado español de extrema derecha, tecleó en su cuenta de Twitter que, según los vecinos de Mocejón, «desde que llegó un autobús con cincuenta menores africanos, en el pueblo no dejaban de sucederse las violaciones, los robos y, por último, el asesinato de un niño de once años». Obviamente se refería a Mateo, porque ni en las tragedias humanas el odio y el racismo de la extrema derecha descansan.
Si no me creen, léanlo: «Cogieron al chaval más vulnerable con una discapacidad gorda. Le presionaron hasta que confesó lo que quisieron sin darle derecho a un abogado. Con la confesión corriendo a la prensa y cámara en mano en prime time en directo encuentran los cuchillos que no encontraron ni en la casa, ni el ADN o la sangre. Una vez más don PSOE»; por cierto, según un concejal de Vox de Tarrasa, fue un rumano hijo de turcos.
Pero vayamos a la cuestión central. Mientras en Inglaterra los bulos de la extrema derecha sobre los asesinatos desataron una ola de reacciones en todo el país, movilizando a la población contra los racistas, en España parece que el odio y la mentira no importan. Hay quien ha apelado interesadamente a la libertad de expresión, pero mentir no tiene cabida legítima en el debate público de un sistema democrático amparándose en el ejercicio de la libertad de expresión y de información.
Menos mal que el fiscal de Sala contra los Delitos de Odio y Discriminación, Miguel Ángel Aguilar, ha lanzado dos propuestas sensatas para intentar atajar estas campañas: tener que estar identificado para tener un perfil en las redes y modificar el Código Penal para que se pueda prohibir el acceso a las mismas a quienes las hayan utilizado para cometer estos delitos.
Y todo esto en pleno verano. Cuando Abascales y Ayusos vuelvan de vacaciones a arreglar las urgencias de España, asistiremos a un aquelarre en defensa de lo que ellos llaman libertad de expresión y los demás basura racista.