Cuestión de tiempo. Ese sobre el que las campanadas ponen una lupa implacable. Con cada Nochevieja que se vive, va a más esa sensación de que se ralentiza el transcurrir de las horas y, al mismo tiempo, se acelera el paso de los años. Demasiada Historia exprés para nuestros estómagos en estos locos años veinte en los que la Tierra parece una peonza en manos de niños malcriados. Podemos mirar por el retrovisor un buen puñado de películas apocalípticas y futuristas, de esas que auguraban cataclismos o sociedades impensables en fechas que caducaron hace tiempo en nuestros calendarios. Algunas hasta resultan inocentonas comparadas con nuestro frenético presente. Y qué cándido el temor por aquel efecto 2000 que iba a paralizar el planeta. Qué tiempos los del fin del mundo maya del 2012. Qué calladito se lo tenía el 2020. Qué vacunados parecíamos frente a los presuntos salvadores de la patria y las mentiras sin disimulo. Cómo repetíamos aquello de «eso no va a pasar». Pero ha pasado de todo. El covid. Donald Trump. El brexit. Putin. Ucrania. El 7 de octubre. Gaza. Más Trump y con Musk de propina… Las líneas rojas convertidas en líneas de meta, con cómodos circuitos de ida y vuelta. Con este panorama, el propósito principal para el 2025 no debería ser quedarse con parte del territorio ucraniano o hacerse con el canal de Panamá. Pero, pese a estar a estas alturas de la Humanidad, la vida sigue valiendo poco o nada en ciertos pliegues del mapa.