El borde del mundo

OPINIÓN

Adriel Perdomo | EFE

12 ene 2025 . Actualizado a las 09:56 h.

El borde del mundo no es un lugar geográfico. Es una herida abierta donde la humanidad se revela. En la película El 47, que relata la emigración a Cataluña de los años 60, Valeria Castro pone música y voz a esa frontera invisible: el suburbio de Torre Baró donde el sueño de una vida mejor chocaba con las miradas desdeñosas de los habitantes del centro de Barcelona. Catalanes de ocho apellidos que nunca cruzaron la diagonal para ver qué había extramuros.

En la Barcelona de los años 60, andaluces, extremeños, por supuesto gallegos. Prófugos del hambre y la miseria. Enfrentaron un rechazo que los pintaba como invasores desarrapados, aunque ya desde el inicio se convirtieron en los constructores de aquel universo que los menospreciaba.

Hoy, los habitantes de los bordes han cambiado de coordenadas. Cruzan mares y fronteras, hambrientos de esperanza. Y los seguimos recibiendo como entonces: con displicencia, prejuicio y vallas. Les reservamos los márgenes urbanos, los trabajos invisibles, la brutalidad institucional. Confinamos sus sueños a las periferias físicas y mentales.

Como antes no llegaba el autobús, en los bordes del mundo nadie espera ahora las arengas de los nuevos mesías tecnológicos, que desde sus púlpitos digitales nos han dado a morder la manzana prohibida, la promesa de horizontes abstractos. La humanidad no es más que una celda de sus hojas de cálculo.

Quienes viven en los arrabales dibujan el futuro. El borde del mundo es un punto de partida, no un callejón sin salida, porque hay caminos que no tienen marcha atrás. Los que creemos vivir en el centro del globo deberíamos asomarnos. No es posible entender un mapa si no se empieza por los márgenes.