En el año 1993 Madrid y Sevilla ya estaban conectadas por el AVE, pero en Ourense aún culminaba el plan central de Accesos a Galicia, un mapa de carreteras que el gobierno de Franco había diseñado veinte años antes. Borrell, ministro socialista de Obras Públicas, se bañaba en flashes abriendo en el alto de Guítara, ya en Lugo, el último tramo de la N-120 para unir Ourense con Monforte, Valdeorras y Ponferrada. La carretera nacía vieja. España trazaba un nuevo mapa de infraestructuras terrestres mediante una red de autovías que a Galicia vendría, para variar, más tarde que a otros territorios. Borrell, recordemos que era el año 1993, definía el vial como el ejemplo de un gobierno que apostaba por las infraestructuras. Le acompañaba en el besamanos su secretario de Estado, por aquel entonces Emilio Pérez Touriño, el mismo que doce años después llegaría a presidir la Xunta.
La N-120, que todos conocemos como la carretera de Os Peares o de Monforte, es hoy una vía con una densidad circulatoria muy alta y su utilización se ha convertido en una ruleta rusa. No hay invierno que no sufra uno o varios desprendimientos (el último en la madrugada del domingo), se impide adelantar en casi quince kilómetros -lo que lleva a muchos toliños a lanzarse a rebasar al que le precede en los pocos metros que hay habilitados-, su mantenimiento es bastante deficiente, se atropellan a cicloturistas con más frecuencia de la que trasciende y la presencia de patrullas de la Guardia Civil de Tráfico es episódica. Tiene, además, un amplio expediente de víctimas mortales en accidentes que pueden ser más si algún desprendimiento aplasta a un vehículo. La DGT sigue mientras tanto con sus estadísticas y señalando con el dedo al automovilista como un delincuente en potencia. Mientras, el mantenimiento de carreteras como la N-120 sigue siendo un cúmulo de despropósitos pero el Gobierno no entona el mea culpa.