Hace más de un siglo, un centenar de mujeres que reclamaban la igualdad salarial y, entre otras cosas, tiempo para amamantar a sus hijos, murieron en un incendio declarado en la fábrica en la que trabajaban. Y entre otras efemérides que marcan esa fecha como el de la lucha femenina por ser consideradas seres humanos con los mismos derechos que los hombres (porque sí, esa obviedad hay que lucharla aún), se eligió el 8 de marzo para rendir homenaje a las mujeres. Pero el tiempo pasa, y la lucha lejos de estar lejos, sigue vigente. Las mujeres seguimos cobrando menos, y todavía somos anécdota en puestos directivos. Y la conciliación es una mentira gorda. Basta ver que la vicepresidenta del Gobierno y la presidenta de Andalucía se saltaron a la torera la baja por maternidad para evitar que les movieran la silla. Flaco favor nos hicieron, evidenciando que si una quiere medrar como trabajadora tiene que renunciar a disfrutar como madre; y dejando claro que las políticas de conciliación (esas que se supone que redactan, entre otros, ellas) solo existen en el papel. Y seguimos muriendo de manos de quien se suponía nos quería. Queda lucha. Y por eso igual es necesario tener un día que lo marque en el calendario, aunque no sea muy fan de los «días de», porque suelen quedarse en anécdota. Porque poco tiene que ver la lucha con la suelta de globos o las caminatas (que es a lo que muchas veces se reduce el 8M). Un amigo dice que no celebra el Día del Orgullo porque él está orgulloso de su condición sexual todos los días, y no por eso uno va a ponerse en tanga para gritarlo en la calle. Por eso yo el martes no soltaré globos rosas.