En estos tiempos en los que todos tenemos a nuestra disposición en la televisión, en vídeos o en libros imágenes astronómicas impresionantes, de una resolución que era impensable hace solo unos años, parecería que no tiene mucho sentido perder el tiempo observando el cielo con telescopios medianos o pequeños. Que no merece la pena desplazarse hasta un lugar, normalmente distante y en el medio del monte, a plena noche y pasando frío, para observar a través de un telescopio que no admite comparación con el Hubble o con los de Canarias o de Chile, cuyas imágenes conocemos.
Sin embargo, cuando una noche limpia y oscura ponemos el ojo en el ocular del telescopio se nos abre una puerta al universo. La sensación de estar viendo «con nuestros ojos» los cráteres de la luna, los anillos de Saturno, los satélites de Júpiter, los cúmulos estelares o las lejanas galaxias, es una experiencia diferente, viva, que nos permite entrar en contacto con la armonía del cosmos. La luz que llega a nuestros ojos ha salido realmente del cuerpo que estamos contemplando, y ha recorrido un enorme camino hasta llegar a nosotros, en algunos casos una distancia tal que da verdadero vértigo.
Podemos, por ejemplo, observar galaxias que están a decenas de millones de años luz; o lo que es lo mismo, estamos viendo estas galaxias tal como eran hace decenas de millones de años (el tiempo que tardó su luz en llegar hasta nosotros) cuando en la Tierra aún no había aparecido el hombre.
Podemos ver nuestro telescopio como una máquina del tiempo que nos permite ver un pasado remoto. Pero, en mi opinión, y creo poder afirmar que en la opinión de la mayoría de los aficionados a la astronomía, lo más apasionante de la observación a través del telescopio no es la reflexión sobre las distancias o sobre el tiempo, ni el poder realizar una tarea que permita aportar un pequeño grano de arena al avance de la ciencia (numerosos astrónomos aficionados se dedican a tareas como el seguimiento de cometas o de asteroides, la medida de dobles, etc) sino el placer estético de la contemplación, en el silencio de la noche de la belleza de los objetos celestes.