Mojaduras que van en el sueldo

María Hermida
maría hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA

<span lang= es-es >Jesús, encargado de una obra y calado por los cuatro costados</span>. Trabaja junto a su cuadrilla de albañiles en el centro pontevedrés, arreglando la fachada de un edificio. Ni el traje de aguas ni el amparo del andamio logran que no se empape. Señala que en días como el viernes su labor se vuelve «terrorífica».
Jesús, encargado de una obra y calado por los cuatro costados. Trabaja junto a su cuadrilla de albañiles en el centro pontevedrés, arreglando la fachada de un edificio. Ni el traje de aguas ni el amparo del andamio logran que no se empape. Señala que en días como el viernes su labor se vuelve «terrorífica». m.h.< / span>

«Tanta agua nos mata», dice un vendedor de la Once que trabaja a la intemperie

14 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

En Galicia, en la tierra anfibia, debería haber empleos que incorporasen un plus por cada mojadura que pillase el trabajador. De ser así, algunos acabarían haciéndose ricos. Es el caso de Jesús, albañil, de Carlos, vendedor de la Once, de José, frutero ambulante, o de Luis, limpiador de cristales a pie de calle. Todos ellos las pasan canutas estos días mientras el cielo pontevedrés echa agua cual grifo abierto.

Jesús y su cuadrilla trabajan estos días sobre un andamio en el centro pontevedrés, a pocos metros de la Peregrina. El hombre lleva impermeable de los pies a la cabeza. Pero está mojado como si acabase de salir de la ducha. «Isto non cubre nada, pillas molladura tras molladura. É terrorífico, ao minuto de empezar xa estás empapado», explica. Peina casi los cuarenta años y lleva la mitad de su vida subido al andamio. «Non me preguntes máis pola choiva que che vou contestar mal», remacha con sorna. Y algo parecido dice un electricista que, subido a una escalera, intenta arreglar una luminaria próxima a la calle Cobián Roffignac. «Ni me hables de la lluvia», señala mientras el agua le cae a calderos encima y los cables que mueve se antojan una bomba.

No mucho mejor lo lleva Carlos Aboal. Es vendedor de la Once y, como muchos de sus compañeros de oficio, tiene toda una infraestructura montada para vender a pie de calle sin acabar empapado. Se ampara en el soportal de un comercio y tapa los cupones con plástico. Aún así, su anorak necesita escurrirse. «Tanta agua nos mata», indica. Luego, espera y desespera y nadie se para a comprar: «Con este aguacero es muy difícil, y eso que estoy seguro de que hoy podría dar los nueve millones del Cuponazo», se lamenta el hombre, de raíces andaluzas pero pontevedrés.

«Hai que

currar

igual»

No muy lejos de él, junto a las galerías de la Oliva, Luis echa un pitillo. Cada vez que hace ademán de salir del soportal y pisar la calle el cielo se enfurece todavía más y escupe agua y más agua. «Menudo día», murmura al cuello de su camisa. Trabaja limpiando los cristales de los escaparates. Y, en su caso, la lluvia le ataca por partida doble: le moja y encima empuerca los vidrios que él deja impolutos. ¿Cómo se las apaña?

«Pois non queda máis remedio que ir buscando comercios que estean máis resgardados. Hoxe limpei algún nas galerías... Pero agora tócame andar á auga. Hai que

currar

igual».

Precisamente, a ese mismo lema, a que hay que ganarse el pan llueva o escampe, alude José González. Es de Lalín pero vive en la ciudad del Lérez. Y se pasa los días ofreciendo fruta en las orillas de la carretera que va a Vilagarcía. Esta temporada toca vender redes de naranjas a seis euros. Y en eso estaba ayer. Las frutas, como él, estaban empapadas. Pero, ojo, ricas igualmente.

«Ao minuto de empezar xa estás empapado», se lamenta un albañil de piel curtida

Paraguas, botas de goma y secadoras: la economía que mueve la lluvia

Los comerciantes, al menos algunos consultados por este periódico, están que trinan con tanta agua. «¿Quién va a salir de casa para ir de compras?», se preguntaba la dependienta de una tienda de ropa pontevedresa. Pero al César lo que es del César. La lluvia estimula algunas ventas. En una tienda de electrodomésticos reconocían que en cuanto se encadenan varias jornadas de precipitaciones empiezan a venderse secadoras. Y también las botas de agua y los paraguas se despachan más. En cuanto a estos últimos, es difícil dar dos pasos en la ciudad sin toparse con alguien que los venda. «Llevo quince años en Galicia y lo mejor que se puede vender aquí son paraguas», decía un senegalés justo antes de ver el coche policial, recoger su género y salir pitando.