La facultad de Publicidade de Pontevedra nació en unas ruinas en 1994; el actual edificio lo consiguieron los alumnos tras años de lucha a pie de calle
14 oct 2019 . Actualizado a las 09:29 h.La cara de los padres era un poema. Pongámonos en escena. Corren mediados de los años noventa. En Pontevedra, ni siquiera Lores ha llegado a la alcaldía y aún se puede aparcar en la mismísima Peregrina. Unos padres, currantes de callos en las manos y números para llegar a fin de mes, sienten que han alcanzado su sueño porque su hija o hijo, su caja de ilusiones, va a ir a la Universidad. Además, no va a cursar cualquier cosa. Eligió Publicidad e Relacións Públicas, que suena a moderno, que se estrena en Pontevedra y que tiene una nota de corte de aúpa, a juego con los sobresalientes del alumno. Entonces, deciden acompañarle a la ciudad del Lérez para ver la facultad, que está en la calle Sierra. Recorren la zona. No ven ningún edificio rimbombante. Se pierden entre la plaza de abastos —entonces en deterioro— y el puente de Santiago, llegan hasta el viejo Magisterio... y no topan la facultad. Al final, preguntan en el mítico bar Center. Y el camarero escupe la verdad: «¿La facultad de Publicidad? No la ven porque por fuera parece un garaje. Pero es ese edificio de ahí... era el antiguo hospicio». Los padres no pueden creer que su sueño pase por dejar al chaval en un inmueble que se cae a cachos. No saben ellos que esas ruinas que son la estrenada facultad de Ciencias Sociais le acabarán haciendo un favor a varias generaciones de chavales.
La facultad, que ahora cumple 25 años en un edificio del campus que nada tiene que ver con aquel esperpento la calle Sierra, comenzó, efectivamente, en lo que era el antiguo Hogar Provincial, donde ya habían estado también los alumnos de Bellas Artes. Las clases de Publicidad e Relacións Públicas se estrenaron allí un 10 de octubre de 1994. El zafarrancho de pinceles y demás cachivaches que habían dejado los antiguos alumnos y las chapuzas de obras realizadas eran tal que el primer decano de la facultad, Manuel Fernández Areal, habló claro: «Esto es un caos», dijo. Y así empezó todo, en medio del caos.
Estudiar en un edificio en el que o se iba a clase en plumífero o uno acababa congelado, en el que al estudio de radio donde la profesora Aurora enseñaba solo se podía subir de quince en quince alumnos porque había riesgo de que se viniese abajo y además no se cogía, puso la semilla revolucionaria. E hizo unir y pensar al alumnado. Porque eran futuros publicistas o «comunicadores polivalentes», como les insistía el decano en cada clase, así que no podían pelear por un edificio nuevo detrás de una pancarta corriente y coreando consignas del montón. Había que discurrir y tirar del futuro oficio; vender el cabreo. Y así se hizo. Un día de finales del año 1995, todos fueron a clase de luto y en la facultad de instaló una capilla ardiente con un difunto metido en su caja y todo. Se velaba el edificio nuevo que las autoridades tantas veces habían prometido sin que el proyecto estuviese aún en papel. Luego, conducción del cadáver hasta el campus de A Xunqueira, donde se incineró en los terrenos reservados para esa nueva facultad que no llegaba.
Fue una de las primeras protestas llamativas. Luego hubo muchas más, como la mítica del 9 de noviembre de 1999. Ese primer día que los alumnos sacaron los pupitres a la calle. Y algo mágico pasó entonces. Aquella Pontevedra que acababa de confiar la alcaldía a un alcalde nacionalista se puso de parte de los estudiantes. En la plaza de España, los pelos se ponían como escarpias al ver a abuelos entrados en años gritar con los chavales aquello de «as aulas nas rúas son moito máis seguras» —en alusión a las ruinas del edificio de la calle Sierra— o «basta de hospicio, queremos un novo edificio». Tal fue la implicación de una mujer que peinaba canas que cientos de alumnos acabaron coreando «esa señora, que sea la rectora».
Además, no solo se salía a la calle. Había asambleas de forma continua —algunas incluso a las nueve de la mañana y con éxito de participación— y un día, a finales de 1999, se celebró un acto que quizás aún recuerde el entonces rector de la Universidade de Vigo, Domingo Docampo.
Habían empezado a caer cascotes en parte del edificio de Ciencias Sociais y los representantes estudiantiles aireaban por el megáfono un informe de un técnico que decía que el inmueble tenía el equilibrio como un flan. Así que la situación empezaba a ser insostenible, mientras las obras de la nueva facultad seguían sin avanzar. Docampo decidió dar la cara y se presentó en una asamblea estudiantil. Le cosieron a preguntas. Y de qué manera.
Siguieron las movilizaciones. Y sí. Alguna se fue de las manos. Como aquella expedición en tren a Vigo que desembocó en una escabechina en la sede del rectorado. Volaron papeles, mesas y sillas. Quienes lo vivieron, que ahora frisan los cuarenta años, lo tienen claro: «¿Como puidemos facer tal cousa?», dicen. Se ideó ir en masa a donar sangre, colapsar los bancos metiendo y sacando en las cuentas una peseta una y otra vez —el euro ni estaba aún ni se le esperaba—. Algunas ideas no cuajaban del todo, otras, como la de plantarse con los pupitres aquí y allí, eran el pan de cada día.
La cuerda se tensó tanto que la Universidade de Vigo decidió, a finales de 1999, trasladar a los alumnos pese a no estar todavía listo el nuevo edificio de Ciencias Sociais. Comenzó entonces un peregrinaje por distintas facultades. Unas clases de Publicidade se daban en la vieja sede de Maxisterio, otras en Forestales... y las anécdotas se sucedían. En Maxisterio, donde también estaba el colegio Vidal Portela, a veces la situación era surrealista. Porque universitarios y niños de infantil y primaria estaban en aulas muy próximas, y cuando los pequeños tocaban la flauta en música el barullo era de órdago. Daniel Martí, mítico profesor de Publicidade, combatió el problema armándose, cual vocalista de Panorama, con un micrófono.
La peregrinación acabó casi a finales del 2000, cuando se inauguró la nueva facultad. Se acabó la revolución aunque, como la maquinaria estaba engrasada, se hizo un encierro para pedir calefacción. Los futuros publicistas ya no eran unos parias sino alumnos de un modernísimo centro del campus de A Xunqueira. Aún así, a veces, los jueves de marcha nocturna, al caer la noche, en el Qué, el Peregrino, Carabás o el Camawey la revolución volvía. No faltaba quien entonara el Papá cuéntame otra vez de Ismael Serrano, entonces en boga, y pensase que aquellos «días de vino y rosas» no los habían vivido solo en el mayo francés, sino también en Pontevedra.