Marc, el artista que llegó a Bueu y dibujó el pedo más bonito del mundo

María Hermida
María Hermida PONTEVEDRA / LA VOZ

PONTEVEDRA

Marc, con dos de sus ilustraciones, en Bueu, el sitio donde encontró su lugar en el mundo.
Marc, con dos de sus ilustraciones, en Bueu, el sitio donde encontró su lugar en el mundo. Ramón Leiro

Pasó su infancia de un país a otro porque su padre «cambiaba de trabajo como de zapatos» y él logra que niños de todo el mundo viajen con las ilustraciones que hace para exitosos libros de Kalandraka

19 jun 2024 . Actualizado a las 19:02 h.

Érase una vez Marc Taeger, un niño al que fueron a parir a Suiza porque su madre no se fiaba ni un pelo de la sanidad de Nápoles, la ciudad de Italia donde vivía su familia allá por el año 1963. Como nació allí, Marc supone que es suizo. Pero no está muy seguro. Porque nunca vivió allí y porque, en realidad, Marc es una de esas personas de las que se puede decir que es un ciudadano del mundo. No lo es solo que haya vivido en muchos países antes de encontrar su sitio en Galicia, frente al mar bravo de Bueu, es que a Marc le interesan las historias de las cuatro esquinas del planeta. Le gusta escucharlas, contarlas, vivirlas... pero, sobre todo, le gusta pintarlas y dibujarlas. Es ilustrador. Y es también un lobito bueno. O eso dice él con un acento alemán o a saber de qué lugar del globo.

Tras nacer en Suiza, Marc, hijo de un comercial «que cambiaba de trabajo como de zapatos», se crio en diferentes países. Vivió, junto a sus padres y a sus tres hermanos, en Italia, Alemania, Portugal y España —se afincaron en Barcelona—. Dice que toda la familia iba siempre «detrás de papito» y de esa infancia que define como la mejor posible rescata un recuerdo; el del océano Atlántico salvaje que descubrió cuando vivieron cerca de Lisboa.

Se hizo grande en Barcelona y allí estudió diseño gráfico e ilustración. Pero no le gustó nada que tuviese que cursar materias relacionadas con la arquitectura y, tal y como había hecho siempre su familia, se fue con su música a otra parte. Estudió en Trier (Alemania) y ahí sí que se quedó fascinado con el mundo de la ilustración. Sin embargo, echaba de menos el sur, quería «la sopita que es el Mediterráneo» y volvió a tomar tierra en Barcelona. Llegó a una ciudad que, a finales de los años ochenta, se preparaba para dar cabida a los Juegos Olímpicos. «Había mucho trabajo, sobre todo en el campo de la publicidad, así que ahí empecé», explica. Lo mismo diseñaba las tiras de promoción de unas patatas fritas que de un coche. Pero ese, claramente, no era su reino. 

«Me ha tocado un clásico»

A Marc lo que le interesaba era ilustrar historias, libros, hacer ilustraciones en la prensa. Y por ahí intentó ir enfocando su vida laboral. Nómada como su familia, siempre pensó que tenía que irse a vivir a Portugal. Sin embargo, el destino le acabaría llevando solo un poquito más arriba del país del vino verde: a Galicia.

Lo de esta tierra con Marc es amor en el sentido más literal de la palabra. Contactaron con él desde Kalandraka, esa editorial que hace soñar a los niños de todo el mundo con sus libros. Querían que dibujase a Caperucita. Y él pensó: «¡Vaya, me ha tocado un clásico!». Pero lo fue tanto. Porque Marc es de los que cree en la universalidad de los personajes y considera que Caperucita bien puede ser una niña africana que cruza la Sabana o una rapaza china. El caso es que pintó divina a la niña de la caperuza roja y encima se acabó enamorando de Olalla, una mujer también ligada a Kalandraka. Ella le trajo a Galicia y le convirtió en un «lobito bueno». Él a los pinceles y ella al teclado, convirtieron el cuento de Garavanciño en uno de esos libros de Kalandraka que se guarda como oro en paño en las estanterías infantiles.

Y ahí viene la historia del famoso pedo que pintó Marc. A Olalla fue su abuela la que le narró el cuento de Garavanciño. El problema es que, en esa versión de la historia, Garavanciño, un niño muy pequeñito que después de muchos avatares acaba siendo engullido por un buey, el animal acababa explotando para que el rapaz salga de su estómago. Marc tenía claro que no podía pintar aquello. «Me imaginaba sangre y trozos del animal por todas partes... no podía ser», cuenta. Así que él y Olalla se fueron hasta Urueña, ese lugar de España famoso por tener muchas más librerías que bares, y se pusieron a investigar qué otros finales se habían escrito de este relato con tanta tradición oral. Y de ahí salió que el buey, en vez de explotar, echase un pedo con el que expulsase a Garavanciño. Marc pintó una flatulencia preciosa, de colorines, que hizo y hace reír a niños de todo el mundo.

Después de esa vinieron muchas otras ilustraciones para libros o discos. Colabora con numerosos artistas y, de hecho, este sábado presenta un libro-disco en Bueu junto a Paco Nogueiras. Además, entusiasta como es de las culturas de todo el mundo, también dibujó las historias del contador camerunés Boniface Ofogo, en un libro titulado O elefante que perdeu o seu ollo

Galicia le está permitiendo pintar mucho. Pero quizás él esté de acuerdo en que esta tierra le brindó una obra mejor que no está hecha con lápiz de ilustrador. Lo cuenta con palabras bonitas y redondea la historia de amor que tiene con la patria del grelo y la gaita. Dice que cuando llegó aquí se dio cuenta de que esta esquina noroeste del mapa, Bueu, donde se puede caminar descalzo por la playa o correr por el monte, sí era un gran lugar para traer hijos al mundo. «En Barcelona no se me hubiese ocurrido jamás», confiesa. Así que él y Olalla tuvieron dos niñas. Fueron felices... y comieron perdices. Y, ojo, que colorín, colorado su cuento no está acabado.