Juan Carlos Martínez. 54 años. A Coruña. Funcionario
30 ago 2016 . Actualizado a las 05:00 h.Aquel 14 de julio comenzó como una anomalía en el calendario. En el bar donde acostumbro a parar, la conversación se había hecho un bucle girando sobre la misma imagen: el maillot amarillo del Tour de Francia era arrollado por una moto y escalaba el Mont Ventoux en plan marathon man. Por el taxista que me devolvió a casa de madrugada, supe que la anomalía se había desplazado a Niza y se montaba en un camión. «Brutal», esa era la única palabra que me venía a la boca. ¿Qué más podía decir? Que no pude conciliar el sueño en toda la noche, así que aproveché para hacer limpieza. A las nueve de la mañana, cogí por fin un hato de ropa sucia y lo llevé a la lavandería automática. Cuando llegué, ya estaba sentado aquel hombre de nariz aguileña vigilando su ropa. Una televisión exprimía una y otra vez las mismas imágenes.
-Ha sido brutal -repitió el hombre.
Me enteré de que era peruano, que diez años antes había llegado a España y que aún andaba sin papeles. La lógica de los sucesos nos llevó a rememorar más sucesos sangrientos. Me habló de Sendero Luminoso y del adoctrinamiento de jóvenes fanáticos, de edificios derrumbados bajo bombas y de la guerra sucia. La conversación se volvió simétrica y yo le recordé idénticos sucesos en España; solo cambiaban las siglas y los motivos. Siguiendo el hilo de la guerra sucia, saltamos de Brigadas Rojas a la Triple A. Nos preguntábamos cómo es posible parar una guerra sucia cuando se ha puesto en marcha. Iba a responder a la pregunta, cuando noté, al mismo tiempo, que me faltaban la respuesta y la cartera. Primero me levanté de un salto, después lo miré fijamente y me puse en jarras, pero con el susto no pude articular bien la pregunta y me quedé en un tartamudeo.
-Pero ¿cómo se para esto?
Me acerqué a la lavadora y comencé a tocar botones, golpeé la ventanilla con el puño y después vinieron las patadas. La televisión seguía vomitando imágenes de gente corriendo como alma que lleva el diablo.
-Esto no se para -oí que contestaba- hasta que se acabe el ciclo.
Lo miré sin entender, se encogió de hombros y añadió:
-Hasta que se lleve toda la mierda y todo quede limpio.
Comprendí que había confundido mi rabia y que no estábamos hablando de lo mismo. Y, sin embargo, era como si nos hubieran metido en un mismo programa de lavado: también yo ahora me encontraba sin papeles. Me di la vuelta, le miré y fui a darle un abrazo.
-Cualquiera de nosotros podía haber estado allí -dijo en tono compungido.
El seguía sin apartar la vista de la televisión. Yo miraba el pantalón dentro de la lavadora y mi cabeza seguía dando vueltas a la misma pregunta.