La sangre caía de la parte superior de mi rostro a chorretones. Por mucho que lo intentase no podía evitar que mi mirada se empañase con un color rojo que hacía que mi corazón galopase cada vez a mayor velocidad por mi pecho.
Las gotas de sudor me resbalaban por el cuello y clavícula mientras mis esfuerzos por esquivar los numerosos golpes que me propinaba eran totalmente en vano. En mi palma derecha apretaba con fuerza el rosario que me había regalado mi abuela y rezaba, pero no para salvarme. No quería ser salvada, no. Otra vez no, no sería capaz de soportarlo. Hacía tiempo que había dejado de sentir, al menos de manera externa.
El dolor que recorría mi pecho y se extendía por todo mi ser como una descarga eléctrica era más bien interior. Suelen decir que a veces las palabras tienen mucho más poder que cualquier arma y poco a poco te hieren como puñales. Se clavan en las partes más profundas de ti. En el momento que te olvidas de su existencia y tratas de dar un paso al frente, se incrustan aún más. Recordándote que siempre van a estar ahí, que no eres lo suficientemente fuerte para arrancártelos y que siempre te acompañarán.
Eso era para mí Daniel, mi puñal, aquel que había sido mi salvación años atrás, que me había escuchado, cuidado y compartido mis alegrías y penas, había metamorfoseado en un voraz monstruo que hacía todo lo posible por acabar conmigo.
Me había arrebatado mis sueños, pasiones, ambiciones y, sobre todo, mi infancia.
De pronto, los recuerdos que se amontonaban y aparecían en mi mente, se silenciaron, me sentí ligera como las nubes y a medida que ascendía bastaba con desplegar mis brazos para sentir como una fina brisa me envolvía por completo perfilando la totalidad de mi cuerpo.
No podía subir, bajar, avanzar o retroceder pero misteriosamente era como si todo mi alrededor fuese hacia una dirección concreta. Por fin podría escapar de mi padre, por fin podría caminar hacia mi libertad.
Ángela Sánchez Fariñas. 19 anos. A Coruña.