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La GoPro, de las olas al parqué neoyorkino

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La marca más popular de cámaras de aventura ha evolucionado de capricho de los aficionados al deporte extremo a imprescindible de cualquier usuario tecnológico que se precie. En junio empezó a cotizar en bolsa con una exitosa salida, pero su valor empezó a caer cuando la firma confesó pérdidas de 20 millones de dólares

02 sep 2014 . Actualizado a las 14:04 h.

Que levanten la mano los que en los últimos seis meses no hayan visto grabación alguna con un largo palito incordiando en algún lugar de la imagen colgada en al menos una de las tres redes de la Santísima Trinidad social: Twitter, Facebook y -la que más se presta al asunto- Instagram. Pueden levantarla también aquellos que no se hayan parado un buen rato a pensar cómo su amigo ha conseguido inmortalizar ese intervalo concreto en el que, tras coger aire, abandona la superficie y se entrega a un profundo buceo en algún fondo marino de cualquier costa del mundo, o no se haya preguntado quién es ese atrevido colega que se ha colocado a medio metro justo en el momento en el que el protagonista del vídeo en cuestión logra cabalgar una gigantesca ola y conseguir así congelar su hazaña para la historia.

Ni de drones -los robots voladores, que todo lo ven y todo lo graban desde el aire, que tantos dolores de cabeza están levantando en las altas esferas gubernamentales- ni de milagros va la cosa. Las responsables de estos espectaculares documentos gráficos, cada vez más comunes, cada vez menos reservados al usuario profesional, son las cámaras de acción, también llamadas de aventura, dispositivos que ya han dejado de asociarse a los deportes extremos para ser considerados el nuevo gadget tecnológico de turno.

Un surfista arruinado

La primera, la GoPro, la marca más popular, la más consolidada en el mercado -domina el 90 %-, apareció por primera vez hace diez años cuando su creador, el surfista californiano Nick Woodman, se cansó no solo de hacer malabarismos con sus cámaras para grabar sus piruetas sobre las olas, sino también de intentar convencer a sus amigos para que le siguiesen en una pequeña embarcación y recogiesen todos sus movimientos acuáticos. De su antojo por contemplarse dentro de un tubo de agua salada, ya fuese por cuestiones de superación deportiva o por puro narcisismo, nació la primera cámara capaz de grabar en lugares que nunca antes otras lo habían conseguido. Anteriormente, había intentado sin suerte lanzar una empresa de marketing on line, pero aunque la percepción es la contraria, en Silicon Valley también hay puertas cerradas. Tras este resbalón, el joven escapó de California. Fue sobre la arena de Indonesia y Australia donde la idea empezó a tomar forma, un concepto que siguió fermentándose en su cabeza durante años, mientras vendía cinturones de conchas de norte a sur de la costa oeste de Estados Unidos.

La primera GoPro era una 35 milímetros, bastante grande -64x76 centímetros- que pesaba 200 gramos y utilizaba un rollo de exposición 24 de película Kodak 400. En el 2007 dio el salto digital con una cámara que grababa vídeo a una resolución de 512x384 píxeles y se sumergía hasta 30 metros de profundidad. El último modelo antes de que llegase la generación en alta definición (HD) incorporó un angular de 170 grados. El modelo actual más desarrollado es un potente dispositivo que graba a una resolución máxima de 2,7K a 60 fotogramas por segundo.

Experimentar la acción

Pero lo que ha convertido a estas cámaras en una auténtica epidemia no son, sorprendentemente, sus características técnicas -que bien podrían-, sino más bien la actual costumbre de exponer públicamente todo lo que sucede alrededor, de hacer llegar al otro nuestras sensaciones. Un espectador de un vídeo grabado con una cámara de aventura no solo es testigo de una acción, llega casi a experimentarla. Se pone en la piel del protagonista y aunque físicamente el resultado esté muy lejos de la sensación real, es capaz de ver lo que él ve, casi desde sus propios ojos.

Sin este factor social, al que también contribuye la reciente euforia por la edición audiovisual cuidada, la GoPro todavía seguiría siendo cosa de paracaidistas extremos, dispositivos colocados en la cabeza y en las muñecas de esquiadores sin ley o ciclistas que se dedican a experimentar nuevos y peligrosos tramos de descenso, simple y puro espectáculo como el que llevó a cabo Félix Baumgartner cuando saltó al vacío desde la estratosfera. Llevaba encima cinco cámaras GoPro. Hace dos años, nadie habría dado un duro por la popularización de estos dispositivos de acción.

El despegue de las ventas en Europa durante el año pasado -registraron un aumento del 47 %- y la exitosa salida a bolsa de la firma estadounidense el pasado junio (las acciones se hicieron con el 31 % en el parqué americano y días más tarde doblaron rápidamente su precio de salida, a pesar de que su valor se ha ido desplomando recientemente después de que la firma confesase pérdidas de 20 millones de dólares) no ha hecho más que confirmar, una vez más, que lo exclusivo abre el apetito, que el consumidor busca algo más que un aparato, reclama estímulos, nuevos puntos de vista.

El «prosumidor»

Así, con el perfeccionamiento de las cámaras de aventura, y al calor del universo 2.0, se gestó un nuevo tipo de consumidor a los que algunos empezaron a referirse con el nombre de «prosumidor», un término que aparece por primera vez en el volumen La Tercera Ola, de Alvin Toffler, publicado en 1979, y que tiene su máxima expresión en los blogueros más influyentes. Este híbrido entre usuario y productor supera el rol pasivo para convertirse en un generador de contenidos, en un fabricante de ideas, y es aquí donde entran en juego los dispositivos de vídeo de acción.

Atrás quedaron ya las videocámaras domésticas. Tampoco es necesario ahora contar con equipos audiovisuales para conseguir películas no profesionales más que decentes. En este punto intermedio, en el que resulta imposible recurrir al gran comodín que es el smartphone -si no queremos quedarnos sin él en un descuido-, es donde se localiza este tipo de aparatos versátiles, capaces de soportar inclemencias meteorológicas y acoplables a casi cualquier tipo de superficie para capturar la acción en todo su esplendor. La destreza de Mick Jagger sobre el escenario. Las escenas cinematográfica más enrevesadas, las tomas más impracticables y los ángulos más inalcanzables. Los regates más espectaculares de los diestros del balón. Convertirnos en los protagonistas de la película de nuestra propia vida. Y conseguir inmortalizar el riesgo.