Nunca hemos sido de aprender de los errores. Asumir lecciones nos da pereza y cuando al fin nos decidimos a ponernos acaba despistándonos el fútbol. Nos ha pasado con la voraz crisis que dejó hecho jirones el modelo productivo patrio. Diez años después del cataclismo seguimos fiando el futuro a una recuperación del ladrillo. Sin alternativa. Mientras las economías más pujantes cimentan su expansión en el I+D+i, esa nomenclatura sigue evocando aquí los servicios secretos de alguna potencia exterior en las intrigas de John le Carré. Que inventen ellos, dijo Unamuno. Y esto sucede mientras la universidad exhibe un músculo desaprovechado. La generación más preparada está abocada a mantenerse a flote con un salario de subsistencia o coger la maleta y buscarse un futuro mejor en caladeros más fértiles. No tenemos remedio.
Algo de esto quise intuir en el incisivo mensaje que el decano de Medicina, Julio Álvarez, brindó el jueves en su toma de posesión. Su reflexión del hecho de que algunos clubes de fútbol superen en presupuesto a las tres universidades gallegas juntas es demoledora. Porque el drama de la crisis también encerraba la oportunidad de una salida épica: edificar una alternativa que propiciara un crecimiento sólido y riguroso que pusiera al país de una vez en el mapa de Europa. La palanca para lograrlo sigue estando en la universidad. Aunque navegar hacia aguas más tranquilas después de sacar el buque de las piedras hubiera sido lo fácil. Preferimos probar qué sucede si tropezamos de nuevo. Es la inundación que nos sorprende otra vez sin plan de contingencia. Esa nevada que nadie podía esperar en enero.