Solo la estampa de dos adolescentes enamorados, y no siempre, puede competir con el cariño con el que un abuelo se desenvuelve con su nieto. Fíjense con atención. Siempre están ahí. Ahora que el frío de la crisis aprieta algo menos y antes, cuando además de echar una mano con el cuidado de los pequeños también tuvieron que acudir en auxilio de sus hijos. Y lo siguen haciendo. Los abuelos llevan décadas siendo la única red de seguridad de las familias, un colchón que ha soportado por igual los rejonazos de despidos, recortes salariales o divorcios. Todo con amor, pero también con la sabia administración de sus pensiones. Porque el carburante sentimental lo puede casi todo, pero todavía no basta para pagar las facturas.
Ahora los abuelos se han echado a la calle. También en Santiago. Protestan porque sus pagas cada vez les alcanzan menos. Puede que no todos entiendan de retórica política, pero de esas matemáticas elementales que nos enseñaron van sobrados. Esa subida del 0,25 % que les venden poco menos que como un privilegio equivale a la sexta parte del incremento del coste de la vida. Y así, año tras año, su poder adquisitivo está cada vez más mustio. Y la manta va tapando menos. Vamos, que esa pensión con la que el sistema les devuelve una ínfima parte de lo que ellos aportaron con su sudor a lo largo de toda su vida laboral no les da precisamente para sufragar cruceros. Es un epílogo cruel para cientos de miles de trabajadores que levantaron el país, para los padres de la generación que lo pilota ahora.
Presten atención a los abuelos. Miren sus ojos, sus manos. Escúchenlos. Son lo que nosotros seremos. Si llegamos.