Anda la política compostelana enfangada en una plomiza sucesión de valoraciones y réplicas a cuenta de los tres años de gestión del gobierno municipal. Es la historia de cada año por estas fechas. Hace doce meses fue por el segundo aniversario como ahora lo es por el tercero. Otra entrega del festival de la ironía en el que abunda la pulla y se cuela algún que otro retruécano. Resultan cansinas, pero estas refriegas se han adosado a la médula del debate político. Y de una dialéctica en la que prima el vituperio poco o nada constructivo cabe esperar.
El caso es que mientras las energías se dilapidan en esos pulsos, los ciudadanos siguen con sus vidas, ajenos al bucle de una política de vuelo corto. Y ahí está lo sorprendente, en el apego de esos actores a un guion acartonado que se resisten a hacer trizas. Como el Willy Loman que ideó Arthur Miller, aquel viajante (hoy se presentaría como comercial) empecinado en transmitir a su esposa y a sus dos hijos una visión idealista de la vida en la que el único objetivo es gustar a los demás para sentarse a esperar por un triunfo que vendrá rodado. Aunque los descendientes de Loman viven las vidas que pueden, con abundancia de sinsabores, hacen ver a su progenitor que todo va bien, que en su fórmula no hay fallo. Hasta que llega un día en que el hijo mayor rompe el relato y deja solos a la madre y al hermano en la tarea de secundar el sueño del desdichado cabeza de familia, a quien el dramaturgo no puede brindar un final feliz. El idealismo del primogénito había volado al descubrir la infidelidad del protagonista de Muerte de un viajante. Los dramas gustan, siempre que sean en el teatro.