La cosa se pone fea. Con la llegada de las borrascas y el ajuste de las temperaturas a lo que es propio de la temporada, la crispación política parece definitivamente desatada. El debate avanza en su mutación en objeto de hemeroteca, lo que lo convierte en una rareza casi de culto para una capa cada vez más amplia de los ciudadanos, y los improperios campan a sus anchas. Son las redes sociales las que marcan el paso, por lo que no hay espacio para la argumentación. Se impone la patada a seguir. Se trata entonces de buscar un titular, pero en lugar de recurrir a una idea se apuesta directamente por el exabrupto. Tan zafio, a menudo ridículo, como inocuo. Porque la estilográfica ha dejado paso a la brocha gruesa, la mejor herramienta para emborronar, no para hacerse entender. Piensen en la altura a la que se ha situado el listón en la fabulosa semana que toca a su fin e imaginen cuánto puede subir aún en los seis meses que restan para la cita con las urnas.
Si lo que se persigue es alejarse de la gente, tampoco es necesario poner tantísimo empeño. Estaría bien un sondeo del CIS, libre de fogones, sobre la percepción ciudadana del nivel que gasta una clase política cuyos líderes -que siguen siendo casi todos varones- se obcecan en revolcarse en el barro en lugar de buscar soluciones a sus problemas. A los de la gente, claro.
En sus cuadros, Edward Hopper atrapa instantes cotidianos de vidas anónimas que discurren ajenas a la mirada del propio artista que las pintó. En cierto modo, esos personajes de Hopper definen la reacción de la gente común ante un ruido de fondo que se oye pero no llega a escucharse. Y este es el problema que los del hashtag no ven.