Las heladas de estos días de enero no avalan un cambio climático que es tan evidente como la progresiva mutación del paisaje con el que durante siglos se ha identificado a este pequeño rincón del mundo. Es un deterioro que no se aprecia con tanta nitidez en el norte del país, pero que resulta de una contundencia aplastante en el sur. Un reciente viaje me permitió constatar esa degradación. Partiendo desde Santiago, en el recorrido por la costa de Asturias, Cantabria y el País Vasco, el verde y el azul se alternan a ambos lados del trayecto. Pero el contraste aparece en el desplazamiento de vuelta, que realizamos por el interior. Más allá de la consabida transición que supone adentrarse desde el norte en las tierras de Castilla, lo más llamativo aparece al cruzar el Padornelo y entrar en Galicia. El ocre gana terreno en la explosión verde que antes inundaba la postal del valle de Monterrei y su entorno. Donde había vastas extensiones de pinos proliferan ahora las retamas, tiznadas en muchos casos por incendios recientes. Los que fueron montes poblados de arbolado se han tornado en colinas peladas y salpicadas por pedernales ennegrecidos. No hay que preguntar al más viejo del lugar. Cualquiera que supere los 40 puede acreditar cómo el desastre está mudando el territorio que habitamos.
Estos gélidos días con los que iniciamos el año carecen de valor alguno para acreditar los cambios en el clima, sí, pero la sucesión de incendios que se está dando en ese contexto tan poco propicio para que prenda la colilla tirada por un desaprensivo es la constatación irrefutable de nuestra obstinación en arrojar por la borda lo mejor que tenemos.