Seguro que, si no la han visto, ya habrán oído hablar de ella. Sin ser una serie al uso se ha convertido en la serie del momento. Más cerca del documental cinematográfico, Chernobyl descose los zurcidos que el régimen soviético de entonces improvisó para tratar de remendar una catástrofe que sucedió hace más de 30 años y cuyas dramáticas consecuencias durarán siglos. El relato funciona por la aplastante crudeza con la que plasma las vivencias de testimonios de aquellos sucesos, algunos ya conocidos a través de la obra de Svetlana Alexievich Voces de Chernóbil, pero sobre todo por la pueril naturalidad con la que el régimen asume que la catástrofe debía acabar en el cajón de los secretos de Estado. Resulta revelador el momento en el que los políticos encargados de falsear todo aquello se percatan de que el aire contaminado por la radiación ha llegado a Suecia y de que en Estados Unidos están emitiendo imágenes aéreas del núcleo de la central nuclear ardiendo. «En Fráncfort ya no dejan a los niños ir andando a la escuela», comenta uno de los gerifaltes mientras divisa desde una ventana cómo marchan al colegio los escolares de Pripyat. Una secuencia demoledora. El relato, narrado con pulso de orfebre por Johan Renck, el director de Breaking bad, el que puso a levitar a un Bowie postrado en la cama en su vídeo de despedida, vibra por esa tensión constante entre el peso del rigor científico y las veleidades del escapismo político.
Viendo la película es imposible no evocar trágicos accidentes que nos tocaron más de cerca. Si existe eso que llaman un «aldabonazo a las conciencias», el que propina Chernobyl es ensordecedor.