Uno de los barómetros que a golpe de vista dan la medida del nivel de civismo de una sociedad urbana es el de las pintadas. Santiago no es un buen ejemplo, rehén de unos pocos desaprensivos -vecinos o manifestantes de incursión- que utilizan cualquier pared como altavoz de sus desvaríos mentales o como mal entendido y peor elegido altavoz de sus reivindicaciones. También, de aquellos que se consideran artistas del espray cuando en realidad solo son capaces de crear borrones del peor gusto. Proliferan como nunca en Santiago las pintadas, ahora, con tanta persiana bajada. Cualquier barrio es un lienzo pintarrajeado de la peor manera, y tampoco se libran las calles del centro monumental y del Ensanche. No hace tanto que unos desalmados dejaron su impronta en el románico de Praterías y en la escalinata de la Catedral en el Obradoiro, pero da la sensación de que los fanáticos del aerosol son últimamente más considerados con el granito histórico, tal vez porque saben que si dan con ellos van a ser tratados como delincuentes, exponiéndose a fuertes sanciones. Sin embargo, o son tan hábiles y huidizos que nunca los pillan con las manos en la pintura o no se pone el suficiente empeño. Y no creo que el Concello asuma de buena gana el coste de limpiar tanta chapuza: más de 23.000 euros para borrar 1.165 grafitis el año pasado solo en espacios públicos; ni el tiempo, 240 horas, que dedicó a esta tarea la concesionaria Urbaser. Cualquier ciudad debería tomarse muy en serio estas agresiones a la convivencia, más todavía si es patrimonio de la humanidad. Y deberá hacerlo aplicando mano dura contra el vandalismo y promoviendo, al mismo tiempo, a los auténticos artistas del grafiti, que en Santiago también los hay, y muy buenos: dos ejemplos colindantes en la calle Curros Enríquez, en la fachada de la Casa do Peixe y en el mural dedicado a Díaz Pardo. Por cierto, hagan algo, pronto, con el talud de Belvís, ese inmenso lienzo tentador.