José Antonio Liñares: «Es una pasada que universitarios de Santiago de los años 70 no olviden el hostal familiar Moure»
SANTIAGO
Sus padres, conocidos como Preciosa y don Pepe, cogieron hace 50 años uno de los clásicos alojamientos estudiantiles de Compostela. Hace 25 años, él abrió con su hermana el Hotel Costa Vella: «Nunca pensé que surgiría de la que era mi portería cuando era niño»
31 mar 2024 . Actualizado a las 09:07 h.Este mes, y desde sus redes sociales, los hermanos propietarios del Hotel Costa Vella, el establecimiento con encanto abierto hace 25 años en la rúa Porta da Pena, no dudaron en echar la vista aún más atrás para recordar que el 1 de marzo de 1974 comenzaba cerca de allí, en la rúa Loureiros, la aventura familiar en la hotelería. «Hace 50 años mis padres, Preciosa Bar y José Liñares, a quienes los universitarios llamaban Preciosa y don Pepe, tomaron el relevo en el Hostal Moure, o en la Moure, como se conocía popularmente», rememora José Antonio Liñares, aludiendo a uno de los clásicos del alojamiento estudiantil en Santiago.
«Es una pasada comprobar, cuando paran a mis padres por la calle, cómo esos universitarios de los 70 u 80 no olvidan la pensión. Ahí vivieron cientos de jóvenes gallegos, algunos diez años», evoca risueño.
«Mis padres (que ceden al hijo el relato) son de San Román, en Val do Dubra. Tras emigrar a Alemania, a Leverkusen —él trabajaba con maquinaria pesada y y ella, en la firma Henkel—, volvieron. Yo durante esos años me crie con mis abuelos», apunta José Antonio Liñares, de 57 años. «A su regreso nos instalamos en Santiago, donde, también con la ayuda de familiares, cogieron el traspaso de la Moure, hostal en el que ya se alojaban 30 estudiantes y donde nos fuimos a vivir al primer piso», añade, entre recuerdos.
«Era una casa de madera con habitaciones donde cogían hasta tres camas, con sus escritorios diminutos. Me acuerdo que en el espejo del lavabo se indicaba: "Debido a los frecuentes cortes de agua en la ciudad, rogamos dejen los grifos cerrados". El precio de la ducha era distinto según si el agua era fría o caliente. Para los universitarios, con pensión completa, la diferencia era de unas pesetas», prosigue, explicando que al principio era solo masculina y, desde finales de los 80, ya mixta. «Muchos jóvenes antes solo volvían a casa en vacaciones. Coincidía también que varios de los alojados procedían de concellos más lejanos, como O Barco, A Rúa o Quiroga, una curiosidad geográfica que se dio por el boca a boca», continúa. «La gestión del único teléfono era complicada y al principio se contaba la duración de la llamada con un cronómetro», rescata.
«Mi padre hacía de todo, soldaba o pintaba, sin recurrir a servicios externos. Era también la forma de salir adelante. El compromiso de ambos, y de tantos trabajadores de antes, con su empleo iba más allá de lo profesional. Ellos vivían para los estudiantes, todo el día y sin librar en años; y no les pesaba», reflexiona.
«Mi madre, una cocinera talentosa, tenía platos celebrados, como las croquetas o los huevos encapotados. Muchos jóvenes agradecían poder abrir siempre la nevera. Ella se hacía responsable de que todos comiesen. A media tarde se hacía una parada para merendar, algo que unía y que se perdió. En el comedor se desplegaban bocadillos, fruta o yogures. Mi padre compraba cada semana hasta 600», resalta riendo.
«En los 80 ellos cogieron una casa cercana, el Moure 2, un anexo a la residencia. Al aumentar a 65 los alojados, ese tratamiento personal, esa cocina familiar, dejó paso a una mayor profesionalización. Con los años, y ante la caída de universitarios, alternaron turismo en verano y estudiantes en invierno. En el 2008 les obligamos a jubilarse», subraya con cariño, enlazando con su etapa.
«Yo crecí jugando en estas calles, sin coches. Nunca pensé que el Hotel Costa Vella surgiría de la casa cuyo portalón, cerrado, nos servía de portería. Hoy es la entrada al jardín», remarca, aclarando que, aunque estudió Dereito, le atraía la hotelería singular. «Cuando vi la opción de coger esa casa, con sus galerías, su muralla medieval o las vistas de la iglesia de San Francisco, supe que con solo no estropearlo podría albergar uno de los primeros hoteles con encanto, que diese valor a la zona. Mi hermana Ana, formada en gestión de hoteles, fue un puntal. Mi padre, al saber de carpintería, ayudó mucho», defiende con humildad sobre un alojamiento que no cesa de sumar reconocimientos.
«Con los años el Moure 2 se convirtió en el hotel boutique Altair y el Moure, y pese a lo que les dolió a mis padres, en un hotel contemporáneo. El cambio en Santiago fue mucho», razona. «Este año habrá doble celebración», avanza.