Así fue mi año en un piso de estudiante en Santiago: «Estábamos sentados escuchando las obras del de al lado y se nos cayó un trozo de pared»

O.S. SANTIAGO

VIVIR SANTIAGO

En el recibidor del piso se aprecia la nevera que el casero les dejó ahí durante dos semanas a los jóvenes inquilinos
En el recibidor del piso se aprecia la nevera que el casero les dejó ahí durante dos semanas a los jóvenes inquilinos Cedida

A dos días de dejar el piso que compartía con tres compañeros en la céntrica rúa Carreira do Conde, un universitario de Dereito comparte su experiencia durante el último curso

26 jun 2024 . Actualizado a las 15:30 h.

En esta semana, muchos de los universitarios que durante este curso habitaron los pisos de estudiante de Santiago recogen definitivamente sus cosas, una mudanza que sirve para hacer balance y, en ocasiones, para denunciar públicamente la situación en la que se encuentran unos alojamientos que, según insisten, distan mucho en ocasiones de parecer un hogar. «La nuestra era una casa de milagro», remarca el coruñés Antón Gómez, estudiante de Dereito, relatando lo vivido en un piso que compartió la mayor parte del tiempo con tres compañeros más.

El piso, de 120 metros cuadrados, se localiza en la céntrica rúa compostelana Carreira do Conde. El precio del alquiler es de 950 euros al mes, con tarifas variables según la habitación. Por la suya, de espacio más reducido —«toco con los brazos la pared y con mis 1,80 de altura no quepo en la cama»—, este joven paga 200 euros, siendo la más cara de 275.

Antón relata que, nada más instalarse en el piso en septiembre con otros dos compañeros, ya tuvieron la primera sorpresa. «El piso lo cogimos sucísimo. Había un hongo bastante grande detrás de la lavadora. Al final acabamos contratando a un servicio de limpieza para ponerlo, ya de inicio, todo bien», prosigue, explicando que, en su caso, el principal problema no fueron las humedades, el gran caballo de batalla de muchos universitarios en Compostela. «Había en uno de los cuartos, el más grande y de precio más elevado, donde hasta se llegaron a levantar algunas tablas, pero, en el resto de la casa, compuesta por cocina, salón, cuarto de baño y las otras tres habitaciones, ese no fue nuestro gran hándicap», continúa. «Eso sí, uno de los calefactores perdía agua y el del salón, ni funcionaba», prosigue.

«Avanzados los meses, empezaron unas obras en el edificio de al lado. Un día me acuerdo que estábamos tres compañeros sentados en el salón escuchándolas cuando, de repente, se nos cayó un trozo de la pared. Avisamos rápidamente al casero, que lo que hizo fue ir a hablar con esos albañiles, para que nos echasen una masilla o pintura. Desde el principio lo que notamos es que todo se arreglaba de forma muy chapucera», remarca, dando más ejemplos. «Un día se le ocurrió que iba a arreglar la mesa del salón. Serró las sillas también, pero tanto, que al final, sentados, no le llegábamos a la mesa. Era todo ridículo», evoca con asombro.

«Llegó un momento en el que la nevera dejó de funcionar y empezó a echar un líquido. La solución que nos dio de inicio el casero es que no la podíamos llenar, y así aminoraríamos el problema. Pero es que estábamos cuatro conviviendo, ¡cómo no iba a estar llena!», continúa, relatando que, pasado un tiempo, un día entró el dueño del piso en el alojamiento y anunció que iba a arreglar la cocina. «Trajo una nevera nueva, pero, mientras duraban las obras, nos la dejó en medio del recibidor, situado junto al salón, y así se quedó mínimo dos semanas», evoca, aún sorprendido por las veces que el dueño del piso se presentaba en el domicilio, una queja que muchos estudiantes suelen compartir y hacer pública en las redes sociales. «Creo que, en principio, podía venir dos veces al mes, pero al final aparecía en el piso casi todos los días, cuando le apetecía», señala, insistiendo en lo que entienden como «falta de profesionalidad» por parte del dueño del piso.

«Los arreglos que hacía eran surrealistas. No es digno», insiste, rescatando más desperfectos, como cuando «al cerrar la puerta del salón, se nos cayó un cristal», ahonda el joven, de 19 años.

«Algo que nos daba rabia era que todo parecía culpa nuestra, como cuando metió a un cuarto compañero que estuvo poco tiempo y se fue sin pagar. Hubo que cambiar la cerradura», remarca, lamentando todo lo vivido este año.

«Ahora me voy. Tuve suerte y, para el año que viene, ya tengo apalabrado otro piso. Así no podía seguir», incide.

 Si quieres compartir tu experiencia en alguno de los pisos en los que has vivido puedes enviárnosla al correo electrónico vivirsantiago@lavozdegalicia.es