Hace tres días compareció la ministra de Educación en el Senado y, ante una pregunta del PP sobre si pensaba impulsar una prueba estatal de selectividad, respondió, con su habitual tono desabrido, que los populares habían tenido tiempo sobrado para establecerla mientras gobernaron y no lo hicieron, y que, más allá de problemas competenciales, el sistema único de acceso a la universidad constituía «una respuesta simplona a un problema complejo».
Sobre lo primero tiene Celaá plena razón. Sobre lo segundo, simplones son quienes -antes el Gobierno del PP y ahora el de coalición- se muestran incapaces de hacer frente a una inercia que ha mantenido durante años una selectividad que constituye sencillamente un disparate.
Para analizar la cuestión de qué sistema de selectividad sería mejor (el actual, por comunidades, o uno para toda España) hay que preguntarse cuál es su objetivo. Y la respuesta es muy sencilla: ordenar por notas a los estudiantes para que puedan elegir titulación cuando el número de plazas ofertadas es inferior al de solicitantes. La selectividad no es una revalida destinada a evaluar a los alumnos al final de la secundaria, como lo demuestra el hecho de que solo deban realizarla quienes quieren acceder a la universidad. Es, para entendernos, como el MIR: una fórmula para distribuir bienes escasos cuando la demanda se ve superada por la oferta.
Tras tal consideración procede, claro, una segunda: que aunque la selectividad se realiza por comunidades, los graduados, ya con su nota en el bolsillo, pueden solicitar plaza en cualquier universidad del país, lo que significa que la total igualdad en esa elección parte de una demostrada desigualdad (17 sistemas diferentes) en la prueba con la que se obtiene la nota que permite competir. También para entendernos: es como si hubiera 17 exámenes MIR para los graduados en medicina que pueden luego elegir especialidad y centro hospitalario en toda España.
Son esencialmente esas dos consideraciones, que llevo desde hace tiempo repitiendo, las que llevan a sostener que el sistema de selectividad que podría cumplir cabalmente (con equidad y, por lo tanto, con justicia) la finalidad que con aquella se persigue es un examen, único y simultáneo, para el conjunto del país, como el del MIR, prueba esa que no se ve impedida porque las competencias educativas pertenezcan a las comunidades.
Tal examen debería ser también, de nuevo como el del MIR, una prueba tipo test, que es la única que permite eliminar las inevitables diferencias que ahora se derivan del hecho de que los exámenes de selectividad sean corregidos por cientos de profesores, cuya indudable pericia y buena voluntad no puede impedir que haya desviaciones en las calificaciones. Y ello en un sistema en el que los estudiantes pueden quedarse sin acceder a las carreras que desean por diferencias que se miden por centésimas. Esa, todos lo sabemos, es la pura y dura realidad. Y cambiarla constituye una exigencia cada vez más evidente y perentoria.