Puede parecer una locura reiniciarlo todo con una explosión en la que, desde luego, ha habido algunas víctimas. Pero si hay que comenzar de nuevo, que sea desde los cimientos. Sin una sola cuerda atada. Puede parecer irónico que La Unidad tenga que construirse a base de dejar a algunos por el camino, de miradas al frente y lágrimas de polvo, porque hay que seguir adelante, porque no queda otra.
Quizá pueda parecer contradictorio que el génesis de esta segunda parte esté en un estallido de proporciones épicas precedido de una noticia mundana en una vulgar cena. Pero está claro que antes de internarse en el laberinto andalusí de rencores y venganzas hay que cuidarse [tanto, mucho, sobre todo] de la tentación de creerse invencible y tocar la campana.
La Unidad no se rompe ni siquiera cuando la traición de carmín asoma y el silencio del ascensor acaba transformándose en una discusión a punta de pistola. Desde luego, no se quiebra cuando lo mejor es poner tierra de por medio y (re)contratar a un amigo para que haga labor de escolta.
La Unidad se nutre de certezas diluidas y de errores que no se perdonan. De despedidas y llegadas, de noticias buenas y otras tantas malas. De que nada es lo que parece, pero si parece mejor que se activen todas las alarmas. Y si hay un prejuicio que salta por los aires es, esta vez, que las segundas partes nunca fueron buenas.