Una selección de los redactores de La Voz. De «La casa del dragón» a «In my Skin», de «This England» a «The Bear»
29 dic 2022 . Actualizado a las 13:59 h.Con un ritmo de estrenos inasumible y una cosecha más que digna, elegir no ha sido fácil. No están todas las que son, pero sí son todas las que están. Las series del 2022, según los redactores de la sección de Sociedad, Cultura y Alta Definición de La Voz.
«The Crown». Temporada 5 (Netflix)
Desde el año 2016, y en cada una de sus cinco temporadas, The Crown ha conservado por mérito propio su hueco en el inventario de las grandes series del año. Su última entrega vuelve a convertirse en uno de los títulos de referencia del 2022 y a revalidarse como una de las joyas de la corona de Netflix. Lo habría hecho aunque la muerte de Isabel II no hubiese tenido lugar pocas semanas antes de su estreno. Al interés que siempre ha despertado este drama por su capacidad para merodear por los pasillos de palacio al mismo tiempo que va desgranando la historia de Gran Bretaña y del siglo XX, se sumaba la obligación cronológica de relatar una de las épocas más duras para la mediática familia Windsor. Ante ese desafío, Imelda Staunton asciende con honor al trono de las anteriores reinas Claire Foy y Olivia Colman, mientras que Elizabeth Debicki practica un curso acelerado en el lenguaje corporal de la princesa Diana.
Estos diez capítulos de The Crown parten del annus horribilis de 1992, al que Isabel II bautizó así creyendo haber alcanzado la cúspide de los contratiempos familiares con las crisis matrimoniales de sus hijos y el incendio de su castillo milenario. Desconocía el cúmulo de sinsabores que la aguardaban en su larga vida posterior. La superproducción británica aprovecha, como siempre, las vivencias personales para establecer paralelismos y metáforas entre las transformaciones sociales y vitales y da por sentado que el espectador conoce gran parte de los hechos para escapar del tono de telefilme y saltarse el relato más lineal.
No hace falta ser un experto en prensa rosa para intuir que la guinda de la temporada es la «guerra de los Gales», Carlos frente a Diana, ese matrimonio amañado y condenado en el que, con Camila, sumaban tres. No existe una forma de volver a contar una historia tan manoseada que no sea la deriva hacia el terreno de la ficción, la invención de diálogos privados y el esbozo de una posible versión de todo lo que sucedió de puertas adentro.
Su tono es tan preciso y certero que en esta temporada, más que en ninguna otra, arreció la polémica por temor a que este drama basado en hechos reales acabe por asentarse como la historia real.
Por Beatriz Pallas.
«El cuento de la criada». Temporada 5 (HBO)
(Contiene spoilers)
Puede que un magnicidio desencadene una guerra. Y puede también que la termine. Desde luego Waterford está lejos de ser Francisco Fernando, a pesar de que la borrosa frontera entre Estados Unidos y Gilead pueda recordar al Sarajevo de los 90. Han tenido que pasar cinco temporadas, dos partos, un cruce de fronteras, incontables primerísimos primeros planos de June Osborne, algo así como unos juicios de Nuremberg descafeinados y efectivamente, un magnicidio, para que El cuento de la criada se convierta en el Gatopardo. Todo se mueve, pero en el fondo, nada cambia.
Lawrence coge el mando y su solución es política. Ninguna autarquía dura eternamente, así que lo mejor es la amnistía. Un lugar al que regresar, aunque la misericordia de la que siempre han presumido nunca ha sido gratuita. Un purgatorio en el que pagar por los pecados de aquellas que dejaron atrás una república religiosa para pedir refugio en un país donde empieza a triunfar el discurso racista.
Esta es una temporada que está plagada de ironías. Quienes pensaban que habían alcanzado la libertad se encuentran con las mismas servidumbres de las que huían. Quienes eran engranajes del sistema empiezan a pensar que las cosas no funcionan, que hay que hacer cambios, que están siendo cómplices de muchas injusticias. El sistema empieza a quebrarse desde dentro, y si en Gilead resuena la perestroika, Canadá se ha transformado en la América trumpista.
Escraches ante las viviendas de los refugiados y, al mismo tiempo, vigilias en honor de la mujer que simboliza la tradición, la moral, la ideología fascista. Pero Serena Joy descubre lo que ya todos sabíamos: ha perdido la poca cuota de poder de la que gozaba en cuanto se ha quedado viuda. Y es en este punto donde se teje la alianza más extraña, y a la vez la que tiene más sentido. En un tren que bien podría estar rodando por los raíles de la Alemania fascista, dos mujeres se reencuentran, demostrando que los cambios políticos tejen alianzas inesperadas. Y que quizá haya que colaborar a pesar de desearse la destrucción mutua.
Por Tamara Montero.
«The Bear» (Disney+)
Jeremy Allen —Lip, en ese excesivo descenso a los infiernos que es Shameless— muda de piel y se presenta aquí ante el espectador como Carmy Berzatto, un joven chef formado en la alta cocina que, escaldado del cilicio de los estirados fogones michelín, vuelve a casa para asumir el marrón que le deja su carismático, adicto y deprimido hermano cuando, un mal día, decide sacarse de en medio. El chico de ojos saltones y brazos de dios griego hereda un caramelo envenenado, un bar de bocadillos familiar de mala muerte que deberá sacar a flote. Perfectamente podría ser Carmy aquel medio genio Gallagher reciclado en cocinero traumado con cara de lelo: misma expresión de zumbado, idéntica capacidad para meterse en líos, sensibilidad extrema, coraza de suburbio, linaje disfuncional y flor en el culo, tan feo y tan tremendamente atractivo, feromona en vena. Nos conquista ahora como motor de una historia en la que mientras algunos solo ven zanahorias fileteadas y aspirantes a maestros de la manga pastelera otros asistimos a una histriónica cadencia que nos habla de duelo y de las contradictorias relaciones humanas, de la ansiedad del trabajo contemporáneo y de ese potro gimnástico del demonio que son las metas que nos marcamos en la vida, convencidos de que al superarlas encontraremos la felicidad. Son solo doce pasos, adictos anónimos.
Peca The Bear —que se puede ver en un atracón de cuatro horas en Disney+— de imprecisa, dicen los que viven en la capital de Illinois, porque la chincheta de Google Maps en la que ubica la cochambrosa sandwichería que regenta un tipo que ya no pertenece a ese lugar colinda en realidad con un zona aburguesada —un código postal no tatuable en antebrazos de chicos malos—. También, porque ¿quién hornea hoy día sus propios panecillos en pleno Chicago? ¿qué cristalera grasienta todavía luce pegatinas de certificaciones sanitarias? Sus finos diálogos, con su cuota precisa de veneno; su banda sonora —Wilco, Pearl Jam, Sufjan Stevens, Andrew Bird, REM o LCD Soundsystem—; su caótica energía, tan mundana; esos asfixiantes planos cerrados que se van abriendo a medida que avanza la trama; y, sobre todo, su capítulo siete —17 frenéticos minutos en plano secuencia, cámara al hombro, culebreando entre el éxito y el fracaso— lo compensan absolutamente todo. Las infidelidades a la realidad, la respiración contenida durante ocho episodios. El empeño por que funcione ese restaurante no es más que el anhelo de que funcione la propia vida. De sobrevivir sin colapsar. Al final, de eso va todo.
Por María Viñas.
«Severance» (Apple TV+)
¿Quién no ha querido, en alguna ocasión, dejar los problemas laborales en la oficina y no recordarlos al llegar a casa? Pasar la jornada dentro de un despacho y, durante ese tiempo, no conocer nada más allá de los pasillos del edificio. Cuando llega la hora de salir, la mente se reconfigura y olvida todo lo ocurrido dentro de la empresa. Se apaga esa parte de la memoria y se enciende otra: en el tiempo libre, ni siquiera se reconocerá por la calle a los compañeros de trabajo. El ocio quedará registrado en esa mitad del cerebro que, al comenzar de nuevo el día, parecerá no haber existido. Encerrado entre cuatro paredes, el empleado desconoce si tiene familia, dónde vive y cómo se llama.
De esta premisa parte Severance, una serie de Apple TV+ dirigida por Ben Stiller. Para ampliar el argumento, una empresa llamada Lumon somete a sus empleados a un proceso quirúrgico llamado «separación». Se implanta un chip en el cerebro y, a partir de ahí, queda dividido en dos mitades: cuando está en la oficina no recuerda nada del mundo exterior y viceversa. No obstante, lo que a primera vista parece una opción atractiva termina siendo un infierno. Dado que una mitad solo experimenta las horas de trabajo y la otra las de descanso, terminarán desarrollando personalidades completamente diferentes.
Mark, interpretado por Adm Scott, es uno de los que ha aceptado formar parte del proyecto. Desde que perdió a su mujer un par de años atrás, prefiere olvidar para huir del duelo. Un día, un compañero desaparece sin dar explicaciones y él comienza a formularse preguntas sobre las intenciones reales de la empresa.
La pesadilla que describe Severance, una mezcla entre Olvídate de mí, de Michel Gondry, y la línea distópica de Black Mirror, no busca respuestas inmediatas. El planteamiento, dividido en nueve episodios, pretende la reflexión y favorece, más allá de la resolución del entramado, la evolución de los propios personajes. Por un lado, los de dentro sufren una crisis existencial preguntándose por qué sus otras mitades les han condenado a permanecer atados a la oficina. Por otro, los de fuera comienzan a sospechar que, quizás, esté pasando algo extraño en el interior de la empresa. La narración roza la metáfora, con ideas que van desde la alineación hasta la conciliación laboral.
Por Carmen Novo.
«In My Skin» (Filmin)
Ha sido una de las series más conmovedoras del año. Mezclando ternura y crudeza, destellos de felicidad y oscurísimas sombras emocionales, In My Skin se ha revelado como un excelente coming of age que engancha desde el primer al último segundo. Retrata la vida de la adolescente Bethan, una chica de 16 años que, como es normal a su edad, se debate entre las inseguridades y las temeridades propias de la revolución hormonal que experimenta. Pero a diferencia de sus compañeros, sufre diariamente un trasfondo que lleva lleva con vergüenza: una madre bipolar, un padre alcohólico y violento y un hogar donde manda el desgobierno.
Este hecho la lleva a dibujar una vida paralela de puertas para fuera. Una externa en la que se expone jovial, ocurrente, irónica y con cierta capacidad de liderazgo entre sus amigos. Detrás de ella hay otro rostro interno, en el que se da de bruces con los problemas sin solución y la sensación de que está condenada a cuidar a los que deberían cuidarla a ella. Tal mezcla de contrastes se diluye en una tragicomedia que insta a que el espectador se vea reflejado en las luces y sombras de Bethan, espléndidamente interpretada por la actriz galesa Gabrielle Creevy.
Ella quiere abrir sus alas en un mundo que no le deja despegar y solo puede gozar de la vida a ratos. Así los capítulos juegan con ese zigzag vital pesaroso, el que indica que a cada estallido de felicidad le acompaña irremediablemente una caída profunda en la tristeza. Y esa espiral de risas y angustia atrapa irremediablemente al espectador. Termina empatizando con ella sin saber muy bien si recomendarla a todos sus amigos o decirles que no se acerquen a ella por el mal cuerpo que dejan muchos de sus capítulos. En todo caso, sabe que acaba de ver una joya.
Por Javier Becerra.
«García» (HBO)
García no tiene límites. Pero si la ambición puede ser una virtud existe el riesgo de caer en la trampa del exceso. Y eso es lo que le ocurre a la primera temporada de la serie española, una de las grandes apuestas de HBO. Fantasía, intriga, humor, acción desbordante, sátira política, drama, distopía… Todo cabe en una producción de excelente factura, muy por encima de la media , pero con un ritmo desigual que en ocasiones deja descolocado al espectador. Es cierto que la trama fluye trepidante, con momentos para el sosiego bien pautadas, aunque no todas las piezas encajan.
Tampoco se puede obviar que su planteamiento, aunque no del todo original, es sorprendente, incluso valiente. La historia es la adaptación de un cómic de Santiago García y Luis Bustos, que en su imaginación han dibujado a un superagente creado por el Gobierno de Franco, con la ayuda de un genio alemán, en un laboratorio secreto del Valle de los Caídos. En una misión fallida, el flemático héroe patrio, una mezcla de Roberto Alcázar y el Capitán América, queda congelado durante 50 años y despierta en un mundo totalmente ajeno a sus valores. El choque entre el viejo mundo y el actual es, de hecho, uno de los aspectos más logrados. Despierta en la España de hoy en día, pero diferente. Y aquí en donde entra en juego la sátira política, en una especie de distopía con personajes que podrían reconocerse en Vox o en Unidas Podemos, pero llevados al extremo. España se rompe de otra manera. Y García no solo tendrá que lidiar con la muerte de una candidata a presidente y el rapto del dirigente del partido de la oposición, sino también con los fantasmas del pasado. Su enemigo, con los mismos superpoderes, regresa y el reencuentro con el que era su íntimo amigo y ayudante, interpretado por un siempre convincente Emilio Gutiérrez Caba, no es el esperado.
En este nuevo escenario, un flemático García, con su traje siempre impecable, recibe la ayuda de una joven periodista, que resulta que es la amiga de su viejo ayudante. A partir de ahí surgen las tramas, aderezadas con múltiples flashback en blanco y negro, que lejos de entorpecer el relato ayudan a comprenderlo.
En García las interpretaciones son sólidas, adaptadas a los personajes que quieren recrear, aunque algunos casos pequen también del exceso que acompaña a un gigantesco puzle que no acaba de encajar del todo.
Aun con sus defectos, García es distinta y arriesgada. Y queda una segunda temporada para comprobar si encajan las piezas.
Por Raúl Romar.
«This England» (Movistar Plus+)
Lo primero que sorprende al espectador no excesivamente avisado es que This England no es la serie que esperaba ver sobre Boris Johnson. Querría algo más, distinto. Y lo que obtiene es un relato bastante pormenorizado de la gestión de la primera ola de covid-19 que su Gobierno llevó a cabo (o más bien se guardó de efectuar). Porque lo que traslada esta ficción —de marcado carácter documental, por cierto— basada en el guion de Kieron Quirke y Michael Winterbottom es el encadenado de despropósitos, negligencias y soberbias que fue el proceso de toma de decisiones protagonizado por el gabinete del líder conservador, con graves consecuencias para el pueblo británico. Eufóricos de poder después de ejecutar el brexit, desoyen las advertencias sobre la pandemia primero y la urgencia del confinamiento —que rechazan una y otra vez— y después tratan de ocultar lo que ocurre falseando las cifras de test realizados y desprotegiendo a los trabajadores del Sistema Nacional de Salud (y a sus pacientes) porque son incapaces de conseguir suficientes pruebas, mascarillas, epis, respiradores, camas, etcétera.
Entre el producto genuinamente televisivo y la propuesta visual de mayor riesgo (atribuibles respectivamente a sus principales directores, Julian Jarrold y el propio Winterbottom), la historia se vuelve asfixiante en algunos de sus seis episodios —quizá el tercero sea el más angustioso, con su paso por las ucis y los efectos de la enfermedad en los contagiados—, e incluso emocionalmente insoportable para quien haya tenido una fuerte exposición anímica, física, personal, laboral o familiar al coronavirus.
La batalla política y mediática que se disputa entre los asesores, los técnicos de la Administración y los científicos, por un lado, y los grupos de opinión, la prensa y el ciudadano, por otro, alcanza un notable nervio, tensa la narración, pero resulta cínica e irritante ante la débil posición que deja para las víctimas y el personal sanitario y de las residencias de la tercera edad.
Y el caso es que el personaje de Boris Johnson, pese a sus tropelías y sus nefastos consejeros áulicos —Dominic Cummings, encarnado por Simon Paisley Day, a la cabeza—, termina empatizando con el espectador, que se apiada de él como niño grande que se comporta, solo, incapaz de relacionarse con sus hijos con normalidad, lleno de pesadillas y miedos nocturnos, declamando a los clásicos griegos, a Shakespeare o a Churchill, como un bufón indefenso, empaquetando al primero que encuentra a su perro Dilyn —eso sí, con la bolsita para excrementos— para que lo saque a la calle.
No ayuda a mejorar la imagen boba e insegura del premier la relación que (Boris «Osito adorable») mantiene con su joven pareja Carrie «Pequeña nutria» Symonds, que interpreta la actriz Ophelia Lovibond y que pasó embarazada aquella época en el número 10 de Downing Street. Pero el televidente se deja seducir por el gran oficio de Kenneth Branagh, descomunal en el monólogo final This England... [Esta Inglaterra] extraído del famoso pasaje del Ricardo II shakespeariano, ese bello canto poético y político crepuscular, de amor a la patria, que el agonizante Juan de Gante dedica a su sobrino el monarca déspota que caerá derrocado. No haría falta incluso poner la magnífica versión original subtitulada porque el trabajo de doblaje es también excelente.
Por Héctor Porto.
«Anatomía de Grey» (Disney+)
Seguro que a usted también le pasa. Entre tanta serie da la sensación de que navego por un océano poblado de peces en el que sin embargo cuesta mucho pescar algo. Perdido en ese mar de títulos a veces acabo acudiendo a los clásicos. A comienzos del 2022 retomé El Ala oeste de la Casa Blanca donde la había dejado hace años. Una obra maestra hasta el último capítulo. Después me decidí a probar con Anatomía de Grey. Había visto algún capítulo por televisión, pero nunca me he había enganchado. Lo que sí recordaba muy bien era cómo me fascinaban las reflexiones profundas de Meredith, narradas con esa voz tan bonita y acompañada siempre de una música que solía gustarme. Así que dije ¡venga!.
Confieso que acudí a ella sin expectativa ninguna. Me bastaba con que sus discursos sobre la vida me permitieran estar tranquilo y emocionaran como antes, o al menos como creía recordar. Eso es justo lo que encontré y lo que hizo que me quedara.
Es una serie muy larga, de las que ya no se hacen. De hecho, la actriz que interpreta a Meredith, Ellen Pompeo, ha anunciado que deja la serie tras 19 temporadas. Casi nada. Y dado que empecé desde el principio todavía me queda mucho. No hay problema, al contrario. Me lo tomo con calma. Es una terapia para mí. No todo tiene que ser consumo fácil y rápido.
Debo reconocer que a veces creo que estoy viendo un culebrón. Ojo, no tengo nada en contra, ni mucho menos. No es el primero, ni será el último. En cualquier caso, el personaje de Cristina Yang me ayuda a llevarlo mejor. Y no por su desmesurada ambición, sino por su defensa constante de la razón y el conocimiento científico. La ciencia es algo recurrente y eso me gusta mucho.
Aunque para mí el gran descubrimiento ha sido ella, la misma razón por la que acudí a la serie: Meredith. Su relación con Dereck me importa más bien poco. He llegado a ese punto en el que pienso que él es completamente prescindible. Hasta le he cogido más cariño al descarado Alex.
Es un personaje complejo que siempre te sorprende con su visión del mundo. Una mujer que tiene un conflicto interno que da forma a su personalidad. Un presente tremendamente influenciado por su pasado. Tampoco ayudan las desgracias que le van pasando. Y sin olvidar que todo transcurre en un hospital, donde los seres humanos solemos mostrarnos vulnerables y las historias son más auténticas. Esta idea la expresó mucho mejor que un servidor la escritora Ana María Matute cuando dijo «lo cierto es que los aeropuertos han visto más besos verdaderos que los salones de boda y las paredes de los hospitales han escuchado rezos más sinceros que las iglesias».
No hace mucho, en una conversación mencioné una frase que había dicho Meredith y que me había parecido genial. «El hecho de que puedas vivir sin algo, no significa que tengas que hacerlo». Fuera de contexto lo cierto es que la frase resulta bastante obvia y no causó la reacción esperada. Sin embargo, dicho por ella y a su manera tiene muchísima fuerza. Esa es la magia que me ha cautivado. No solo su vida, sino también cómo me la cuenta.
Por Xavier Fonseca.
«This is us». Temporada final. (Prime Video y Disney+)
(Contiene spoilers)
El 2022 fue también el año en que despedimos, por fin, en cierto modo, a los Pearson. La historia de Rebecca, Jack y sus tres hijos Randall, Kate y Kevin es un viaje que, después de seis temporadas, termina por atrapar al espectador en su intensidad, si es que la soporta hasta el final. Quizás el secreto de This is Us es ese juego de espejos en el que se refleja una familia perfecta que, capítulo a capítulo, comenzamos a ver desde múltiples perspectivas deformada, con sus desgracias y sus miserias. En la penúltima temporada ya sabíamos lo peor: que Rebecca estaba enferma y asumíamos que nos tocaba despedirnos, un presagio agridulce porque en el fondo la idea del reencuentro con Jack consuela bastante.
La historia que hemos visto crecer se cierra por fin con una metáfora del viaje de la vida como un tren que llega a su última parada. O la del columpio que aparece en el último capítulo, en el que cada generación impulsa a la siguiente y la anima «a volar», lo que viene siendo la esencia misma de la familia. Y por el camino hemos acompañado a esta pareja en su historia que —como tantas, como las nuestras— no pudo ser tan perfecta como nos gustaría, y hemos vivido su evolución con ese estilo plagado de constantes saltos temporales que nos sumergen en la biografía emocional de cada personaje con todo detalle. Con sus traumas, sus esfuerzos por encajar en el mundo, sus amores y, sobre todo, sus hijos, esa forma de perpetuarse en el tiempo a la que la propia Rebeca no quiere renunciar en su final. «No quiero dejarlos», le dice a Jack en su reencuentro en el limbo. «Tranquila, no lo harás», le responde.
Al final, todas esas líneas temporales se juntan para cerrar el libro de la familia Pearson. Como bien explica su creador Dan Fogelman: «No creo que quede nada sobre la mesa. Todas esas ubicaciones en las que has estado, todas esas líneas de tiempo futuras en las que hemos estado, todas obtendrán resoluciones».
Cuando uno acaba This is Us es inevitable quedarse un poco huérfano, sin familia. Después de enamorarse de Jack, ese padre cuasiperfecto; de sufrir con Rebeca su pérdida; y de vivir cada vaivén matrimonial de Kate, Randall y Kevin no queda más que confesar una vergonzosa adicción a esta especie de catarsis lacrimógena perfecta para evadirse de uno mismo. La fama es merecida, no cabe duda. «Pero yo diría que gran parte del llanto proviene de la melancolía, la hermosa angustia y el romance de la vida y la familia. Con suerte, si la gente está llorando al final no es porque hayamos matado a un personaje querido en el último minuto, sino porque se dice algo hermoso sobre la condición humana y lo que es ser una familia», concluye Fogelman.
Por Marta Otero.
«The Morning Show». Temporada 2 (Apple TV+)
(Contiene spoilers)
Lo peor es que después de la apoteosis dramática con la que culmina la primera temporada ya nada será igual y lo mejor es que la tercera temporada, que se acaba de anunciar, lo tiene todo de cara para levantar el insulso final de fiebres y vómitos coronavíricos de esta segunda.
La serie franquicia de Apple TV, en la que los sueldos de su abigarrada galaxia de estrellas se cuentan en millones de euros por capítulo, se mueve en esta segunda entrega entre los giros de guion, que por abundantes llegan a volverse innecesarios, y cierto desdén de los creadores con algunos personajes, como si llegasen a la conclusión de que tienen demasiados. El miedo al abismo más allá de los encuentros tórridos y furtivos de Claire Conway (Bel Powley) y Yanko Flores (Néstor Castón Carbonell) o el rictus hierático de Stella Bak, resuelto con maestría por Greta Lee, quizás mereciesen algo más que un avance entrecortado y a empujones, como el de la carrera de Daniel Henderson (Desean Terry), que nunca acaba de justificar que sean los prejuicios raciales los que le apartan del puesto que cree que merece por «ese algo» que su abuelo le dice que tiene.
El encuentro de Alex Levy (Jennifer Aniston) con sus verdaderos demonios o la lucha de Bradley Jackson (Reese Witherspoon) con la algo manida rémora del hermano drogadicto, salpimentado por un libro que llega para poner aún más patas arriba el avispero de The Morning Show, sirve para demostrar que la filosofía de que el éxito profesional compensa cualquier sacrificio personal sucumbe en el momento en el que es la propia vida de los personajes la que verdaderamente les hace tambalearse, y no el rosario de intrigas y falsedades para que su cara salga un poco más lustrosa en televisión. Un beso en un coche, unos espaguetis en el aparte italiano para la pseudorredención del abusador Mitch Kessler (Steve Carell) o la irrupción de Laura Peterson (Julianna Margulies), más entre las sábanas que en el programa, aderezan un guiso sabroso, con sustancia, pero que no acaba de dejar en el plato ese reborde cremoso que obliga a rebañar.
La sonrisa, que por impostada se vuelve hasta seductora, del ejecutivo Cory Ellison (Billy Crudup), la agonía desquiciada del productor Charlie Black (Mark Duplass) y ese decir las cosas a la cara tan protestante-anglosajón, y que tanto ruboriza en una concepción católico-latina de la vida, compensan el atentado de resolver un pilar de la trama con un terraplén y un Maserati.
Por J. V. Lado.
«La casa del dragón». Temporada 1 (HBO)
Juego de tronos es una de esas series únicas que, cuando se acaba, deja millones de huérfanos. Ocurre pocas veces a escala tan global. Sucedió con Perdidos antes de la fiebre de las plataformas. La casa del dragón se nutre de la nostalgia de aquel universo que rompió moldes porque ningún personaje estaba a salvo. Pero Juego de tronos es, al mismo tiempo, virtud y pecado para La casa del dragón. La serie madre logra trasvasar buena parte de sus espectadores a su vástago y, al mismo tiempo, le hace sombra. Mucha sombra. Tanta, que la comparación es odiosa.
La casa del dragón es otra cosa. Menos épica y más culebrón. Más familia que reinos. Prácticamente todo se cuece en palacio, como sucede en esas producciones sobre Enrique VIII o Isabel I. Y con eso se pierde el encanto de la original. La serie empieza arriba, con un gran primer episodio por el que discurren la vida y la muerte, con esas secuencias paralelas del duelo entre caballeros y el parto de la reina. El arranque es potente. Pero en los siguientes capítulos todo se va desdibujando a la espera de una explosión que no acaba de llegar. Lo peor, los constantes saltos temporales y su vaivén de actores, que obligan al espectador a resituarse cada dos por tres. Así resulta difícil agarrar de la mano a protagonistas y a secundarios, y ciertas muertes se digieren como un simple aperitivo que se toma con cierta desgana. Algunos pasan sin pena ni gloria. Se salva Daemon Targaryen. Quizás porque es interpretado en todos los episodios por Matt Smith y porque su personaje anuncia siempre tormenta. Rhaenyra Targaryen, teórica heredera de Daenerys, va perdiendo fuelle entre actriz y actriz.
Esto no es, ni de lejos, el circo de varias pistas que ofrecía Juego de tronos, con sus casas, sus territorios, sus paisajes y sus batallas memorables. Se dejan ver otros mundos, pero solo se ve por una rendija. Esta primera temporada ha sido como un largo prolegómeno que conduce a la segunda. A ver si remonta.
Por M. Ferreiro