Vamos a ahorrarnos la referencia obvia primero a aquel futbolista que se fue a Alemania y le ganó el juicio a Hacienda y, sobre todo, la de la artista latina que se sentó ante el juez acusada de un delito millonario para permitirse cantar luego que las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan. Porque si hay que hablar de factura, la de Celeste va mucho más allá de la evidente inspiración en lo real para demostrar que hay mucho de épica, muchísimo, en lo anodino. En lo más cotidiano. Desde el bar Olivares, la vida de Sara ha ido sobre los carriles de lo que debía ser: buen expediente, segunda en su promoción, un matrimonio con quien conoció joven, una hija, un buen trabajo con un salario más que decente, un buen piso. Y un perro. Aunque sea muy a su pesar.
Y, sin embargo, ante su último trabajo, ella misma va poco a poco desplegándose y regresando a aquella jovencita que le echaba bien de salsa a las patatas bravas y sacando las agallas, mientras se prepara unas mollejas acertando todas y cada una de las preguntas de uno de esos concursos de la tele, para escabullirse de una vida se le había ido escapando entre los dedos. Y recuperarse a sí misma al mismo tiempo que se empeña en demostrar que la cantante que suena en todos los móviles (lo de la radio, por triste que sea, es ya algo vintage) ha estado en España al menos 184 días.