Si cuando cursaba mis estudios teológicos, allá por los años 80, alguno de mis profesores hubiese insinuado que veríamos celebrar al papa el quinto centenario de la Reforma, el sarcasmo hubiese asomado en mi rostro. Claro que no contaba yo entonces con que un jesuita como Jorge Bergoglio llegase a ser papa. Las ceremonias ecuménicas de ayer en la catedral luterana de Lund y en el Malmoe Arena son históricas, al menos tanto como el momento en el que Martín Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del palacio de Wittenberg.
Ambas fueron luminosas, más solemne en el fondo y en las formas la ceremonia catedralicia, como exigía el paso que se estaba dando, pero no por ello menos emocionante y sentida. Un espectacular testimonio de fraternidad entre católicos y luteranos en pos de un mundo más justo, absolutamente necesario, si es que los cristianos queremos ser fieles al evangelio. No todos en el seno del catolicismo piensan igual; el camino de renovación impulsado por el papa Francisco (un camino sin retorno que está cogiendo velocidad de crucero) suscita algunas críticas internas promovidas por aquellos que permanecen encerrados en sí mismos por temor o prejuicios a la fe que los demás profesan con un acento y un lenguaje diferentes. Sin embargo, los cristianos tenemos que protagonizar la revolución de la ternura.
Destacó la intervención papal en la catedral, que incluyó una petición de perdón por los errores del pasado y el agradecimiento por los dones de la Reforma y por la experiencia espiritual de Martín Lutero (¡increíble!), cuyo momento estelar fue el siguiente: «Los cristianos seremos testimonio creíble de la misericordia en la medida en que el perdón, la renovación y reconciliación sean una experiencia cotidiana entre nosotros. Juntos podemos anunciar y manifestar de manera concreta y con alegría la misericordia de Dios, defendiendo y sirviendo la dignidad de cada persona. Sin este servicio al mundo y en el mundo, la fe cristiana es incompleta». Mejor no se podría decir.