Las pinturas que inspiraron a Balenciaga

Enrique Portocarrero COLPISA / MADRID

SOCIEDAD

El Thyssen muestra a través de 90 vestidos y 50 cuadros la huella del arte en las creaciones del modista

18 jun 2019 . Actualizado a las 12:09 h.

La presencia de la inspiración española en la obra de Cristóbal Balenciaga fue siempre tan evidente como singular su lectura de una buena parte de la historia del arte. Este es el fondo argumental de la exposición Balenciaga y la Pintura Española, con la que el Museo Thyssen-Bornemisza plantea en siete salas un peculiar diálogo entre la obra del modista y un periodo del arte español que comprende cerca de cuatro siglos. El comisario de la exposición, Eloy Martínez de la Pera, intenta resolver al principio del recorrido el viejo enigma sobre un creador de origen humilde y con una formación inicial más bien rudimentaria, que sin embargo fue capaz de las mayores sutilezas o de una alta sofisticación en su proceso creativo que le llevó de la expresividad al minimalismo.

Todo empezó, en su opinión, con la proximidad de Balenciaga a los marqueses de Casa Torres en el Palacio Aldamar de Guetaria y con la contemplación en sus armarios de los modelos de Worth o Paquin o de las obras de Velázquez, El Greco, Pantoja de la Cruz y Goya que probablemente allí se albergaban. Esto explica que en el arranque de la muestra se resalte el preliminar contacto de Balenciaga con la pintura antigua española y su inicial inspiración en la obra de El Greco. De lo primero se pueden ver tres cuadros que pertenecieron a la colección de los marqueses de Casa Torres: Cabeza de apóstol de Velázquez, San Sebastián de El Greco y El cardenal Luis María de Borbón y Vallábriga de Goya, cuyo retrato está en clara sintonía cromática y formal con un conjunto de vestido y chaqueta en satén rojo realizado en 1960. A falta de algún otro cuadro de Velázquez, el vestido Infanta con el que Balenciaga inició en 1939 su serie historicista representa la interpretación de la mujer hierática y casi inaccesible del pintor sevillano. De otro lado, tres anunciaciones de El Greco figuran como ejemplo de los intensos colores rosas, amarillos, verdes y azules traspasados a varios vestidos de noche de los años 50 y 60, en los que se puede apreciar la similitud en formas y volúmenes llenos de movimiento.

Emilio Naranjo

De la corte a los bodegones

El negro, que también constituye un color permanente en las paredes y en los fondos de un recorrido cronológico y temático tiene un protagonismo especial en la sala consagrada a la pintura española de corte. Porque negro fue el color que puso de moda la corte de Felipe II, el mismo que predomina en el retrato de doña Juana de Austria realizado por Sánchez Coello -prestado por el Bellas Artes de Bilbao- o en el de la condesa de Miranda, una obra de Pantoja de la Cruz cedida por la Casa de Alba; y también negros son un vestido de noche en satén de 1966 que incluye formas geométricas en color marfil -uno de los 27 que proceden del museo de Guetaria- o un abrigo en otomán de seda de 1939 prestado por Hamish Bowles, el conocido editor de Vogue. Como contraste cromático a esta sintonía entre la moda y los retratos de corte, en el recorrido también se refleja con vivos colores la relación entre los bodegones florales y la gran riqueza ornamental de los bordados en las creaciones de Balenciaga, donde se hace patente su gusto por las estampaciones florales, los brocados finos y los tejidos pesados. Si de un lado los bodegones de Arellano o las ofrendas de Van der Hamen dialogan con un fastuoso abrigo de noche en organza de 1964 y con una colorida chaqueta de tul bordada con rafia e hilos de seda de 1959 que pertenecieron a Mona Bismarck y que también están hoy en el museo de Guetaria, por otro varios suntuosos vestidos y abrigos de noche reflejan su relación con los retratos de detallismo renacentista que pintaron Antonio Moro y Sánchez Coello, entre otros.

El modista tomó de Zurbarán la austeridad monástica, los colores marrones, el juego de grises y negros, los blancos deslumbrantes y el juego caravaggiesco de la sombra y la luz, todo lo cual se puede ver en una sala donde las pinturas de monjes y santas se vinculan con la simplicidad formal de algunos vestidos o con los drapeados, los plisados, los bordados en trenza y los brocados finos que también lucen, por ejemplo, los vestidos de novia de la reina Fabiola de Bélgica (1960), de Carmen Martínez Bordiú (1972) o de Bibiñe Belausteguigoitia, este último venido del Palacio de Zubieta en Lequeitio.

El tramo final de la muestra se adentra en la relación de Balenciaga con Goya y con el costumbrismo de los siglos XIX y XX. De lo primero dan testimonio la ligereza de las muselinas, la transparencia de los encajes y los movimientos de las prendas. Los célebres retratos goyescos de Cayetana de Alba y de la marquesa de Lazán, ambos cedidos por el Palacio de Liria, se emparejan con un vestido de noche con muselina, perlas y lentejuelas o con otro de seda salvaje y encaje glacé de 1958, prestado por el Museo del Diseño de Barcelona.

Los boleros de terciopelo de seda o con cordones de pasamanería que se sitúan junto a un retrato costumbrista de Ramón Casas y el espectacular vestido rojo de tafetán con cuerpo entallado y falda abullonada del museo de Guetaria que se ha emplazado junto al retrato de la duquesa de Alba pintado por Ignacio Zuloaga en 1921 también evidencian, por último, la genial interpretación de la identidad española que realizó en su obra Cristóbal Balenciaga