Un documental de Netflix repasa los tres días de excesos que acabaron con el festival
16 ago 2022 . Actualizado a las 14:30 h.Woodstock permanece en el imaginario colectivo como aquellos tres días de paz, amor y rock en los que una generación harta de las guerras mostraba su rechazo al sistema. Celebrado en agosto de 1969, al gran evento de la contracultura acudieron alrededor de 400.000 personas para asistir a conciertos de artistas y bandas como Richie Havens, Joan Baez, The Who y Jimi Hendrix y, por qué no, disfrutar de largas noches de sexo y drogas.
¿Por qué entonces la marca no ha perdurado? Desde luego no fue por falta de intentos. Ahora un documental de Netflix recoge la desastrosa edición de 1999 que dio la puntilla al festival, tras una entrega en 1994 excelente a nivel musical, pero fatal en términos de recaudación —las torrenciales lluvias echaron abajo las vallas del recinto y miles de personas lo disfrutaron por la cara—. Estructurado en tres episodios de unos 45 minutos cada uno, Fiasco total: Woodstock 99 repasa los tres últimos días de un evento que congregó a cerca de 400.000 personas y acabó con agresiones sexuales y decenas de altercados violentos. Al día siguiente, la antigua base aérea que había acogido el festival parecía el escenario de una guerra, con decenas de vehículos calcinados y toneladas de basura.
Precisamente, por estas desoladoras imágenes comienza una serie documental con abundante material de archivo, tanto profesional —MTV realizó una amplísima cobertura del festival— como amateur, que realiza decenas de entrevistas a responsables del festival, al personal de seguridad, a los artistas que participaron en el mismo, a los periodistas que lo cubrieron y a los asistentes. Cuenta Michael Lang, cofundador del Woodstock original y artífice de las ediciones posteriores, que durante mucho tiempo había sido reacio a seguir con la marca, pero la masacre en el instituto Columbine le hizo abrir los ojos. «Las nuevas generaciones necesitaban nuevos días de paz, amor y música», dice.
Estaba claro, sin embargo, que después del fiasco de 1994, Lang no se podía permitir volver a perder dinero. Estaba claro, sin embargo, que después del fiasco de 1994, no se podían permitir volver a perder dinero. Para ahorrar en gastos, escogieron la desmantelada base. ¿El problema? Las altas temperaturas que se vivieron aquellos días no hicieron más que incrementarse debido al asfalto. La falta de agua, la permisividad con las drogas, el personal de seguridad poco cualificado y los abultados precios de la comida y la bebida hicieron el resto.
Una de las primeras actuaciones, la de Sheryl Crow, ya dejó claro que una buena parte del público, además, no iba por la música. «Era un ambiente de machitos, en plan golpes en el pecho. Universitarios blancos sin camiseta gritando: ‘‘Enséñame las tetas’’», explica Heather, una de las asistentes. El periodista David Blaustein, que cubrió para la cadena ABC el evento, contextualiza un poco la historia. «Se acababa de estrenar American Pie, una cinta que mostraba la sexualidad desde una perspectiva masculina, y también El club de la lucha, que tejía una historia en torno a la masculinidad y el consumismo, donde la violencia era clave. Muchos de los asistentes eran personas como las que describía la película», señala.
Fred Durst, un irresponsable
La primera noche, el equipo de seguridad temió lo peor, pero Bush y su líder, Gavin Rossdale, lograron templar los ánimos después de una actuación apabullante de Korn. Al día siguiente, Fred Durst, vocalista de Limp Bizkit, hizo todo lo contrario y, a sabiendas de que el recinto era una olla a presión, calentó el ambiente hasta que la chavalada comenzó a desmantelar las planchas de la torre de sonido y a surfear encima de ellas —el propio Durst se subió a una—. Aquella noche, Fatboy Slim tuvo que suspender su sesión: un tipo «totalmente ido» había robado una camioneta y había irrumpido con ella en la pista de baile. «Al terminar, vi a una joven de 16 años inconsciente, con las bragas bajadas, y un tío a su lado subiéndose los calzoncillos», cuenta el responsable del hangar donde el festival cerraba las noches con música electrónica, mientras buena parte de los asistentes se ponía hasta arriba de éxtasis. Posteriormente se sabría que varias jóvenes habían denunciado abusos sexuales durante el festival.
Agotados, resacosos y deshidratados, el malestar entre los asistentes aumentaba cada día. La basura iba acumulándose en el recinto y, a medida que los suministros se acababan, los establecimientos de las carpas aprovechaban para incrementar sus precios. El gentío terminó destrozando las fuentes y el agua potable acabó mezclándose con las aguas fecales, dando lugar a una suerte de barro por el que la gente se revolcaba por aquello de rememorar los viejos tiempos. Eso no fue lo peor. El domingo, tras el último concierto a cargo de Red Hot Chilli Peppers —Flea, su bajista, dio el bolo en pelota picada—, a Lang, el organizador del festival, se le ocurrió repartir velas para protestar contra la masacre del instituto. Evidentemente, no fue la mejor idea. Los asistentes no solo provocaron incendios y destrozaron buena parte de las infraestructuras, sino que también robaron parte de la recaudación de las carpas. Quizá Lang tenía razón cuando pensaba que era imposible recuperar el espíritu flower power, pero hubiese sido buena idea no tratar al público como ganado, aunque muchos fueran animales.