«Luar» es país para viejos

teo manuel abad

SOCIEDAD

Xosé Ramón Gayoso, en el escenario de «Luar»
Xosé Ramón Gayoso, en el escenario de «Luar» TVG

El veterano programa musical de Televisión de Galicia celebra este viernes sus 30 años en pantalla

23 sep 2022 . Actualizado a las 10:01 h.

Paul Lafarge (1842-1911) dedicó 55 años de su vida a la revolución. Desde la Comuna de París hasta la Segunda Internacional socialista. Se casó con Laura, la hija de Carlos Marx, con el que nunca se llevó bien. Y es que Lafarge no solo reclamaba mejores salarios o condiciones para los trabajadores, sino también horas de ocio, es decir, trabajar menos. En su maravilloso panfleto El derecho a la pereza proponía que «nadie trabajase más de tres horas por día» y nombraba las razas «malditas» en el mundo para quienes el trabajo era una necesidad orgánica: «los auvernienses, los escoceses, los gallegos, los pomeranios y los chinos». «Los campesinos proletarios se encorvan sobre sus tierras y jamás se enderezan para mirar a gusto la naturaleza». ¿Teníamos méritos los gallegos, ya en el siglo XIX, para merecer este título?

Un poco de estadística. Según los datos oficiales del Ministerio de Trabajo, el Instituto Nacional de Estadística y el Ministerio de Economía, un trabajador gallego trabaja al año una media de treinta horas más que el empleado medio español, falta diez horas menos a su puesto y cobra 2.861,52 euros menos al año. No es extraño, pues, que otro reciente estudio del CIS afirme que los gallegos son los menos felices de España. Por otra parte, la pirámide de población de Galicia ha dejado de ser una pirámide para ser un alarmante y escalofriante jarrón sustentado por una endeble base sin apenas niños en la que sustentarse, y una población media que no para de envejecer y dar miedo con su progresión. Así que, trabajadores, infelices y viejos.

¿Y quiénes son esos viejos que tanto alarman? Pues son esos que apenas tuvieron acceso a estudios o cultura, con un idioma castrado y humillado; los que soportaron una terrible posguerra en una tierra regada de sangre que limpiaron y cultivaron con sus manos. Los que nunca supieron lo que era un psicólogo y sí, algunos, un psiquiatra; los que nunca pudieron expresar libremente sus opiniones, autoimponiéndose un silencio abrumador… que aún perdura. Los que no tuvieron unas relaciones sexuales normales, siempre mediatizadas por una Iglesia omnipresente de misas dominicales y semanas santas cerradas. Esos cuyas relaciones prematrimoniales eran las manitas en la fila de los mancos de los cines de barrio… Los que han pasado hambre, han emigrado, han cuidado a sus familiares hasta la muerte sin pensar en residencias ni hospitales de día que, paradójicamente, habitan ahora internados por necesidad de una descendencia sin futuro ni esperanza. Y solos. Con esa enfermedad del alma que apenas curan las recetas de nuestra sufrida Seguridad Social. 

Son esos mismos a los que dejan ahora sin bancos y farmacias y, en nombre de la brecha digital, obligan a aprender nuevos lenguajes para cobrar su propio dinero. Los que en general son ignorados o tratados como brutos y paletos de aldea —boomers en las ciudades— por aquellos que son incapaces de acercarse a esa biblioteca entera de experiencias y sentimientos que es cada persona mayor. «Mas he aquí que los necios atribuyen a la vejez sus propios vicios y su propia culpa» (Cicerón, De la vejez). 

¿Esta gente ama el trabajo? ¿No será la pura supervivencia lo que les hace trabajar toda la vida, generación tras generación, incrustándolo en sus genes e incluso exportándola a todo el mundo? En palabras de García-Sabell, en su Antropología del hombre gallego: «El hambriento arranca de una actitud existencial completamente distinta de la que exhibe el hombre bien nutrido. Vivir supone sostenerse en la vida».

En Luar cumplimos treinta años intentando mimar a esa gente trabajadora, infeliz, vieja y sola. Treinta años intentando crear un espacio que no los traicione, los respete, los divierta y donde aún encuentren certezas de que su mundo vale tanto como el de otros y que sigue ahí, alegre y optimista, con sus músicas y tradiciones, al margen de telebasuras, haters, inaccesibles plataformas de pago, discriminaciones tecnológicas y metaversos fríos que se avecinan. 

Un espacio, un programa que nunca tendría cabida en ninguna televisión privada sencillamente porque estos viejos no son rentables, carecen de poder adquisitivo, no consumen, no son —en su lenguaje— un target comercial. Por eso estamos orgullosos de dedicar nuestro tiempo al reconocimiento y respeto a aquellos que han trabajado por tantos derechos que ahora disfrutamos. Porque creemos que la principal audiencia de una televisión pública es la dignidad.

Paul y Laura acabaron mal. O bien, según se mire. Se suicidaron juntos. Habían pactado no llegar a los setenta años «antes que la implacable vejez, que me va quitando uno tras otro los placeres y las alegrías de la existencia, paralice mi energía y acabe con mi voluntad, convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás».

Pena, si Paul fuera gallego, si poseyera esa capacidad de sufrimiento, aún le quedarían muchos años de brisca, dominó y, junto a Laura, de fiestas, muchas fiestas, comidas, verbenas… y los viernes, por supuesto, Luar.

* Teo Manuel Abad es director de «Luar».