Un homenaje recuerda al médico e intelectual un año después de su muerte
16 mar 2024 . Actualizado a las 05:00 h.«Había una luz que tardaba mucho en apagarse que era la del cuarto de Manuel Sánchez Salorio». El recuerdo universitario de Romay Beccaría iluminó de repente el salón del Colegio Oficial de Médicos de A Coruña, en el que durante la última hora y media, casi dos, se había esforzado en mantener encendida la luz del legado de un médico al que no le gustaba el apellido de humanista, pero que fue profundamente humano.
Manuel Sánchez Salorio creía que la medicina se practicaba, sobre todo, en dos sillas, las que tenían que ocupar doctor y paciente para conocerse y a la vez, sabía sacar partido a las tecnologías que se desarrollaban, como la cirugía refractaria que permitió, sin salir de Galicia, operarse de miopía. Que fundó el Instituto Galego de Oftalmoloxía, formó a otros médicos, catedráticos y profesores y cumplió con creces con las tres misiones universitarias (crear conocimiento, formar profesionales, transferir a la sociedad) y una cuarta, la que Darío Villanueva tomó prestada de una conferencia de Ortega y Gasset: la cultural. Estuvo en el grupo que pergeñó las líneas maestras de lo que después sería el Consello da Cultura. Fue Sánchez Salorio quien sugirió recuperar el latín en la comisión del quinto centenario de la USC y sin él, quizá nunca habría existido ese Gallaecia Fulget que destelló de nuevo en la universidad. Fue él quien, desde el vicerrectorado, apostó por un teatro universitario que acabaría siendo una de las insignias de la universidad compostelana. Y fue él quien, en su lección inaugural del curso 93-94, habló de multiversidad.
Decía José Castillo, uno de los artífices del homenaje, que los recuerdos se almacenan en el sistema límbico, muy cerca de donde se procesan las emociones y eso, un enorme sistema límbico, fue ayer Santiago, una urdimbre de emociones y recuerdos sobre el médico, el profesor, el escritor, lector empedernido y por qué no decirlo, un paciente no muy bueno —«estoy sin diagnosticar», le contestaba a Luciano Vidán cuando le preguntaba cómo estaba— pero también el hombre que al otro lado del teléfono lanzaba un directo «¿leíste el Procopio?» para pasar luego a discutirlo. Que escuchaba, que despertaba el espíritu crítico de su alumnado. Que repartía cometidos en los congresos médicos entre sus discípulos, que más tarde, en la playa, compartían y discutían para volver a Santiago con una cesta de proyectos.
Ese recuerdo de la playa de Carmela Capeáns se entrelazaba con los de Elio Díez-Feijoo y los de Joaquín Potel, que trazaron un detallado retrato en lo personal y lo profesional, imágenes elocuentes del trabajo en equipo del Ingo o de los martes en los que después del quirófano los folios y los manteles se convertían en pizarras improvisadas de largas tertulias o cómo su cátedra, que obtuvo cuando cumplió 33 años, fue una inyección de optimismo para un grupo de jóvenes que veían cómo era posible sacar la oposición —la fiesta bárbara, le llamaba el doctor Sánchez Salorio— desde y para Santiago.
En el homenaje en el primer aniversario de su fallecimiento, la luz que tardaba en apagarse en el cuarto de Salorio brillaba en todas y cada una de las personas que allí compartían sus recuerdos de un hombre al que le gustaba comer (al sol mucho mejor), que siempre recibía con una buena sonrisa y mejor conversación en A Zapateira, que era un orador excepcional y así lo demostraban sus clases y que, a pesar de completar estudios en Bonn, poco se parecía al retrato del médico alemán que Julio Camba escribía en su Alemania, impresiones de un español: sabía de mucho más que de medicina.
«Una de sus virtudes fue permanecer fiel a Galicia, a pesar de tener muchas oportunidades para trabajar fuera»
«Nunca deixou de pensar que había que atreverse a saber». A Ramón Villares y a Sánchez Salorio lo separaban 20 años en edad y los unía, como a Darío Villanueva, el sapere aude. Ambos participaron en las tertulias de un profesor de Medicina que ganó el premio Fernández Latorre por un artículo, En el filo de dos décadas. Tríptico para un tránsito, en el que hacía una reflexión sobre el punto en el que se encontraba Galicia y en el que actúa como «sociólogo e analista da realidade que el estaba vivindo» y lo hacía no desde una visión pesimista, sino desde las posibilidades de futuro, con lucidez y coraje. La misma lucidez que compartía con un grupo de personas que, bajo el seudónimo Témpora, escribían un grupo de personas en La Voz de Galicia en los que abordaban distintos temas, incluyendo cuestiones culturales y de política de guante blanco. Entre ellas estaba un recién doctorado Darío Villanueva: «Allí fue donde empecé a percibir quién era Salorio desde punto de vista de intelectual y médico» recordaba quien años después se convertiría, como Ramón Villares, en rector de una universidad de la que Sánchez Salorio nunca se apartó.
«Una de sus virtudes fue permanecer fiel a Galicia, a pesar de tener muchas oportunidades para trabajar fuera», recordaba Potel en su discurso. Y sí. Fue fiel a una Galicia que ayudó a construir desde lo que Villanueva llamó «endogamia buena» como el «colesterol bueno». En Galicia, nació, estudió, se licenció, sacó su cátedra y creó escuela, desde Galicia exportó científicos de primer nivel y lideró la proyección de ocho catedráticos de oftalmología a distintos puntos de España. Ayudó a establecer una disciplina como la de podología, recordaba Luciano Vidán, presidente del colegio médico que conoció a Sánchez Salorio, antes que en persona, por las palabras de admiración de su padre, callista y practicante, sobre cómo acogió y amparó a su profesión. Y durante 70 años, desde el 4 de noviembre de 1953, pagó religiosamente su cuota del colegio médico.
Y a Galicia también la pensó, la preguntó y la construyó. Lo hizo a través de su iniciativa incansable y de los textos que publicaba como Procopio, el Zaguán, lo que después se convertiría en La lección del sábado. «A quen queira coñecer no futuro os problemas esenciais dos últimos 40 anos non lle virá mal ler textos de Sánchez Salorio», afirmaba Ramón Villares.