Hace años que la pesca deportiva de anguilas está prohibida. Esa exquisita ferocidad en su predación que supone golosear una cazuelita de angulas fue la puntilla a una tendencia menguante de las poblaciones de estos peces. Recuerdo que, allá por los años ochenta del siglo pasado, me inició en su captura el por entonces párroco de San Julián y arcipreste de Ferrol, Amable Rodríguez Armada. Lo entrevisté al ser designado vicepresidente de la Caja de Ahorros de Galicia, tras la fusión de las Cajas de A Coruña y Ferrol, nacida esta al amparo de la Iglesia. Más tarde, Bieito Rubido, compañero por entonces en La Voz, sabía que don Amable y yo compartíamos afición, y propició el encuentro. La pesca fluvial fraguó una limpia amistad y nos regaló felices jornadas por ríos y figones. Guardo de él un recuerdo envuelto en ternura, afecto y respeto. Tenía, clérigo al fin, una suerte de fámulo que le proporcionaba para la pesca, ya aviados, los rosarios de lombrices de tierra ensartadas en hilo de coser con los que enmadejar una breve bola que se ataba en el extremo del sedal. Valiéndonos de una caña corta, deslizábamos el cebo a la deriva tras los hierbajos del regato donde intuíamos el cobijo de una anguila, y esperábamos con la línea entre las yemas de los dedos para detectar leves movimientos. Al poco, con un paraguas abierto e invertido al lado, cobrábamos la tanza y, con suerte, la anguila regurgitaba el embolado cuando ya la teníamos suspendida sobre el paraguas, del que le resultaba imposible desbordarse. Si lo hacía antes, la perdíamos. El revoltijo de lombrices carecía de anzuelo, complicado de retirar de un pez tan escurridizo. Una pesca para el recuerdo.