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Casa dos Ulloa, un tesoro en O Ribeiro con aspecto de fortaleza

CRISTÓBAL RAMÍREZ

TERRA

Cándido Vázquez Mosquera, en su casa rural Pazo dos Ulloa, en Esposende (Ribadavia)
Cándido Vázquez Mosquera, en su casa rural Pazo dos Ulloa, en Esposende (Ribadavia) Santi M. Amil

El edificio, iniciado en el siglo XV, fue el hogar del galleguista Álvaro de las Casas

29 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Cándido Vázquez no tiene aspecto aristocrático, pero vive en un pazo empezado a construir en el siglo XV y acabado en su estructura actual en el XVIII que encierra no solo historia y nobleza sino encanto, mucho encanto. E impresiona a pesar de encontrarse al borde de la carretera. Cierto es: una carretera secundaria con poco tráfico que cruza una aldea cuya única maravilla es este edificio y el que está inmediatamente atrás, el pazo de Esposende. Un pazo que no pertenece a Cándido Vázquez pero cuyo día a día también gestiona él.

Y este establecimiento tiene un humilde nombre: Casa dos Ulloa, por el apellido de una de sus anteriores propietarias, ya lejana en el tiempo. Tiene aspecto de fortaleza, adaptándose al terreno que todo apunta a que en su día tuvo que ser allanado a las bravas. Y parece que se empeña en elevarse sobre lo que fue ladera rocosa -muy rocosa, y espectaculares muestras hay de sobras en los alrededores- y hasta el enorme balcón, apoyado en ménsulas enormes, semeja inaccesible.

Una placa recuerda que allí vivió el poeta galleguista Álvaro de las Casas, un hombre casado con una Ulloa y comprometido con el Partido Galeguista del que salió porque le pareció demasiado moderado, y que se exilió en 1936 a causa del estallido de la guerra civil (aunque regresó a España y acabó falleciendo, joven, en Barcelona). Eso es lo que acabó comprando Cándido Vázquez, que recibe afable tras unos portones que se merecen una foto: de dimensiones descomunales y, si a las cosas se le pudiera adjudicar el adjetivo, hercúleos.

Es un error pasar a la recepción sin más, porque esa entrada es un pequeño museo de las mil y una cosas que se hallaban en el edificio cuando lo compró Cándido Vázquez y lo abrió al público en el 2006. Esos segundos iniciales quedan gratamente retenidos en la memoria.

El pequeño patio trasero, delimitado por el murallón que es el pazo de Esposende, invita a ir a derecha e izquierda. Por esta última se accede a la antigua bodega, grande, altos techos. Al fondo, una lareira con aspecto de ser muy vieja. Y en efecto, las piedras lo son, allí estaban cumpliendo otra función y Cándido las trabajó y les dio la forma que ahora tienen. «Nós aproveitamos todo e buscámoslle unha nova utilidade», dice, mientras señala a las lámparas. Sorpresa: son los alambiques originales, impecables de aspecto.

Las habitaciones quedan a la derecha de ese patio, el cual un día de verano ourensano se convierte en un excelente escenario para disfrutar de un vino de O Ribeiro. Tres de ellas, en el bajo, y las otras seis en el primer piso. Todas son distintas con un fuerte denominador común, además de que, por ejemplo, se repitan espejos en algunas. Se ha intentado crear una atmósfera pacega, con cabeceros y muebles en general que retrotraen a otras épocas o directamente proceden de ellas. El dueño ha intentado recuperar todo lo recuperable, algo sin duda encomiable, y todavía en el 2016 estaba mejorando parte de esas habitaciones. Sin contar con el tejado, por ejemplo, al que hubo que meterle desde el comienzo mucha mano en un punto concreto e impermeabilizar una parte que lo reclamaba, pero se empeñó el hombre en poner teja gallega tradicional -que es lo que ya tenía- y no la inglesa, plana, que tanto afea más de un edificio histórico por Galicia adelante.

Ocho de esas habitaciones son dobles -con cama de matrimonio o dos camas, que de todo hay- y una es cuádruple. O para describirla mejor, son dos espacios unidos que resultan idóneos para la típica pareja que viaja con dos hijos.

Tanto arriba como abajo, traspasada la correspondiente puerta el espacio se abre para dar acceso a los dormitorios. El propietario lo aprovechó para generar una zona de descanso, con asientos y pequeñas mesas, además de televisor. El resultado final es un entorno nada abigarrado, sin experimentos estéticos ni cromáticos, con un toque que le hace convertirse en un lugar familiar.

Pero, en fin, esta es tierra de vino, Ribeiro puro. Cándido Vázquez, que confiesa que se dedica a otra actividad («Isto só non dá para vivir unha familia, e menos agora») y es su mujer la que se encarga del turismo rural, sí le echa una mano a un vecino colleiteiro y le ayuda en la venta. El interlocutor asegura que é «moi bo». Tras la correspondiente cata, un sobresaliente sería exagerado, pero no le anda muy lejos. Desde luego, lo que sí se gana un sobresaliente es la Casa da Ulloa. O Ribeiro se merece tener establecimientos así.