Tiene que ser difícil marcharse un día de un partido con un estadio rendido a tus pies e irse despedido poco más tarde con la impotencia de no conseguir resultados, la evidencia de que el juego de tu equipo no arranca y la soledad que conlleva una destitución. El fútbol profesional paga ese carrusel de emociones, con una dosis de vanidad sobradamente cubierta cuando las cosas van bien y un sueldo siempre cercano a lo obsceno en tiempos de ERTE y pandemia. Fernando Vázquez no es un recién llegado, sino que acumula experiencias para saber que pocos daños hay más gratuitos que un portazo en la hora de la despedida. Y cuatro días después de su destitución, por muy dolido que estuviese, escogió la peor manera para marcharse: insinuando gravísimos comportamientos sin especificar ninguno, esparciendo dudas que cada cual puede interpretar ahora como mejor le convenga para hacer daño y dejando el club, que bastante tiene con generar recursos en el delicadísimo escenario de la pandemia, un poco más débil de lo que lo era la noche que se convocó su acto de despedida.
La rajada de Vázquez duele más todavía a un deportivismo del que insiste en declararse parte. Porque le desconcierta cuando más sosiego necesitaba. ¿No era el pecado de la desunión uno de los males que carcomía el entorno del equipo? El entrenador no entiende que se le quiera en situaciones de emergencia y no para gestionar proyectos ganadores. ¿Pero alguien no se ha dado cuenta aún de que cada minuto que pasa el Deportivo en Segunda B, con la herencia de una deuda cancerígena, complica su supervivencia?
Vázquez lo dejó todo por reflotar a un muerto la temporada pasada, y su implicación queda fuera de duda. Pero el personaje devoró al entrenador. Hasta estropear el momento de la despedida.