Imanol Idiakez parece haber dado con un once tipo. Prácticamente el mismo al que había llegado en el comienzo de la temporada, antes de que las lesiones le obligaran a ponerse de nuevo a buscar.
Contar con un grupo de titulares definido tiene obvias ventajas: la principal, el conocimiento de los mecanismos que lleva a que el fútbol fluya de manera natural. Cada uno sabe dónde va a encontrar a su compañero y qué zonas debe ocupar para favorecer al resto. Entre los problemas de la situación, otro muy evidente: el riesgo de que bajen los brazos aquellos que van dejando de contar para el entrenador.
La situación, mucho más habitual hace años, cuando apenas se rotaba y el control de cargas era menor, podría terminar pasando factura al Deportivo según avance el curso si se enrarece el ambiente del vestuario. Sin embargo, no parece que este sea el caso. Por un lado, el rendimiento de quienes juegan debería diluir cualquier resentimiento en quienes participan menos, ya que el conjunto coruñés domina los partidos con autoridad. Por otro, veteranos como Salva Sevilla (y es él quien me parece el mejor ejemplo) han demostrado a lo largo de su carrera una profesionalidad tranquilizadora.
Por supuesto que a ningún jugador le gusta pasar los partidos en el banquillo, pero la profesión no se limita solo a los fines de semana y en el sueldo, como suele decirse, va también el trabajo diario. A partir de ahí, es clave el papel del míster a la hora de gestionar egos. Las temporadas, como recordaba recientemente Idiakez, siempre ofrecen oportunidades a quienes parecen contar menos, en forma de lesión o sanción. Se trata de aprovecharlas cuando llegan y eso, por muy duro que le resulte a los suplentes habituales, solo se consigue sin bajar los brazos hasta el final.