Uno de los talentos más aplaudidos en un buen actor es su capacidad para clavar el acento del personaje que interpreta. Forma parte de la mitología sectorial el concienzudo trabajo con el que Meryl Streep consigue dotar a sus personajes del tono justo y pasar por polaca, australiana, italiana o británica sin que ninguno de esos ciudadanos reciban su propuesta con ese rechinar de dientes y crujir de huesos que todas hemos sentido al escuchar a alguien impostar un acento próximo.
Nuestra forma de hablar está cargada de contexto y prejuicios, una obviedad que la sociolingüística desentraña para llegar a conclusiones reveladoras. Se han hecho muchos experimentos para describir cómo un oyente califica a un interlocutor en función de su acento, alguno convertido en clásico del cine con Audrey Hepburn siendo domesticada por su pigmalión Rex Harrison, la lluvia en Sevilla es una maravilla.
Los ingleses han convertido sus variedades dialectales en un asunto identitario y en una partitura para ubicar donde corresponde a los ciudadanos en un mundo más rígido de lo que la justicia social exigiría.
El universo de los acentos es tan complejo como el mundo pero aspirar a comprenderlo es un acto de responsabilidad que debería ser obligatorio para quienes quieren influir y ser referentes de opinión.
Por eso sonó como sonó la pregunta que Pablo Motos le clavó a Roberto Leal: «¿Con el acento andaluz qué vas a hacer, lo vas a suavizar, lo vas a dejar?». Como si esa entonación que son tus orígenes, la casa en la que naciste y el aire que respiraste fuese un vicio vergonzante contra el que hay que vacunarse cuando se aspira a ministerios mayores o a jugar en la casilla de los importantes.
Lo que destila esa pregunta es tan revelador que es factible imaginar a Motos preguntándole a un gitano cuándo dejará de serlo o a una mujer o a un gay o a todo aquel que distorsione su visión estrecha de la existencia en la que, of course, unos están en el sitio correcto y los demás simplemente sobreviven con un fastidioso defecto de fábrica.
Ese mundo que es uno y grande es tan poco interesante y tan irreal que la tentación es despreciar a quien sigue defendiéndolo. El problema es el dolor y la incomprensión que esa perspectiva tan mezquina sigue ocasionando en quienes no tienen las herramientas necesarias y encaran una pregunta como la de Motos con vergüenza o desolación. Ea.