UNA FIGURA PARA LOS SIGLOS. La gran actriz mexicana murió el pasado noviembre a los 93 años. El mundo del cine se rindió al unísono a su recuerdo como una mujer aguerrida y una de las grandes actrices de habla hispana
24 dic 2024 . Actualizado a las 09:27 h.Posa con un radiante vestido negro la Silvia Pinal de pinceladas que vive entre las cuatro esquinas de un cuadro de Diego Rivera. Está congelada con su belleza luminosa. Con su rubio que es casi de nieve. Con su pose a un tiempo cándida, voluptuosa y desafiante. Aquello fue en 1956. Tenía la novia de México apenas 25 años. Estaba en un primer momento preocupada por los altísimos honorarios que Rivera podría exigirle por el retrato. Durante tres meses estuvo posando de pie y perfectamente inmóvil. El artista, que más que un pícaro era un halcón, quiso que la pieza fuera un desnudo. Pero, celosa de su imagen como era, Pinal se negó en redondo. Así que, finalmente, se eligió como vestuario un radiante vestido azabache del diseñador Tao Itze. Una vez terminado el encargo, el propio Rivera, ya absolutamente rendido a las formas angelicales de Pinal, renunció a cualquier pago por su trabajo. Y así fue cómo las paredes de la casa de Silvia Pinal pasaron a lucir una pintura del más grande muralista mexicano que, para colmo, había salido gratis. Pero es que hubo un tiempo en el que el país entero estaba enamorado de esta mujer con carácter indomable. En su patria, fue uno de los grandes rostros de una época dorada. Una diva con un peso tan expansivo que acabó abriéndose también a los mercados extranjeros.
UNA ACTRIZ ENTRE ARTISTAS
Tuvo Silvia Pinal cuatro maridos. Casi todos ellos relacionados con el mundo del artisteo hispanoamericano. El primero, Rafael Banquells, fue un galán cinematográfico primero y un director artesano después de origen cubano. Estuvo con él hasta 1952. Después de varios años en solitario, contrajo segundas nupcias con Gustavo Alatriste —este sí, mexicano de los pies a la cabeza—, otro hombre orquesta del séptimo arte. El tercero fue el cantante venezolano Enrique Guzmán, muy principal en el firmamento de aquel entonces. Tan solo el último, Tulio Hernández Gómez, escapaba del patrón por el que eran cortados sus cónyuges. Hernández era un destacado político de la época, del por aquel entonces hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI). Se casaron en 1982, siendo él gobernador del estado de Txalaca y convirtiéndose ella, por lo tanto, en primera dama del territorio. Y es que la de la política fue su otra gran faceta pública. Llegó a ser senadora y diputada nacional. Este capítulo de su biografía es, no obstante, mucho menos interesante. Y por eso reconduciremos esta pequeña recapitulación hacia derroteros más entrañables.
En el cine coronó varias cimas que estuvieron al alcance de muy pocos. Aquí, en España, pasó a la historia por sus legendarias colaboraciones con Luis Buñuel —quien, por cierto, tenía de segundo apellido Portolés. Pero eso es otra historia—. Filmó con el de Calanda tres títulos. El primero, y probablemente su película más celebrada y recordada fuera de las fronteras mexicanas, fue originalmente casi de encargo. Su marido de entonces, Gustavo Guevara, era un productor en busca de un regidor para su nuevo proyecto, Viridiana. Por lances del destino —y un poco también por mediación de la propia Pinal—, la difícil tarea acabó recayendo sobre Buñuel, que cogió todo aquello, lo hizo suyo, lo contorsionó y lo adaptó a sus mitologías y filias particulares, y acabó moldeando, como si de una escultura de alfarería se tratara, una de las películas de habla hispana más impecables de la historia. Ahí se comió la cámara una Silvia Pinal jovencita que, resistiendo los avances de un enajenado Fernando Rey y las galanterías de un apuesto Francisco Rabal, fue engranaje fundamental de la única película española que se ha alzado con la Palma de Oro del Festival de Cannes.
La mala fortuna, sin embargo, acecha sin compasión a todo caminante de este mundo. Durante la gala entrega de este premio al que había sido nominado el filme —y que finalmente ganaría—, salió la actriz un segundo del teatro para tomar el aire. Minutos después, ya recompuesta, quiso volver a entrar para estar presente cuando se repartieran los galardones. Pero un segurata torpe —o simplemente canalla— no reconoció el rostro de la muchacha y, de malas maneras, le negó la reentrada al auditorio. Así, cuando gritaron el nombre de Viridiana (que era, por extensión, su nombre) como vencedora de la edición, ella no estaba presente. Contó esta anécdota en un emotivo vídeo que grabó, ya en edad muy avanzada, para agradecer un homenaje que le fue dedicado por la Academia de Cine española. Posaba, se diría que hasta con un poco de vergüenza, con la espiga dorada mientras relataba aquella agridulce memoria. De fondo, por cierto, señoreaba aún las paredes del salón aquel cuadro gratuito de Diego Rivera, del que nunca se desprendió.
La segunda buñuelada, obra maestra incontestable y fábula mordaz, fue un ejercicio que le sacaba los intestinos al modo de vida burgués y ponía un espejo frente al abismo insalvable de las desigualdades sociales. El ángel exterminador, que con una estructura original y muy teatral dibujaba reflexiones profundas, entre bellas y aterradoras, sobre la condición humana.
El último episodio de este idilio fue Simón del desierto, que en realidad es más bien un mediometraje (solo tiene 43 minutos de duración). Conclusión de una simbiosis inmortal que señaló uno de los puntos álgidos de la cinematografía española. Uno de esos binomios que surgen cada mucho o muchísimo tiempo y vienen a redefinir los confines de la genialidad, creando sinergias director-actor (o, en este caso, actriz) que atraviesan la pantalla y empapan también las barbas del espectador.
En sus mil rostros cambiantes, la recientemente marchada Silvia Pinal dejó una huella de las que no se borran con el tiempo. Tuvo una larga y ajetreada vida. 93 años de andadura en los que tocó todos los palos que se propuso. Reinventándose constantemente y amoldándose a lo que el público esperaba de ella en cada una de sus etapas. Por eso, en sus décadas de veteranía, se replegó hacia la televisión, apareciendo en telenovelas y programas, tomando por asalto los salones de millones de familias de su México natal.
A las generaciones futuras, las que nazcan ya en un mundo sin Silvia Pinal, habrá que enseñarles Viridiana y El ángel exterminador. Explicarles que un día vivió una mujer polifacética, talentosa, aguerrida e independiente que tiñó de rubio claro las pantallas. Que se codeó con los más grandes dentro y fuera de su querido país. Dentro y fuera de su querido cine. Que era tan hipnotizante que ni siquiera el intrigoso Diego Rivera, notorio por haber sido mezquino con tantos y tantos congéneres, se atrevió a exigirle dinero por los noventa días que estuvo reconstruyéndola a pinceladas sobre un lienzo. Tal vez lo comprendan cuando la vean irreductible en sus momentos de esplendor en la hierba, de gloria en la flor. Por eso es la cámara un invento tan bonito. Porque permite capturar para siempre las cosas bellas que pasaron. Los rostros señoriales que un día levantaron envidias y, sobre todo, admiraciones.