Cien años de los gulags
Cien años de los gulags
Martes, 20 de Febrero 2024, 17:37h
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Esta es la historia de una carretera. La llaman 'la carretera de los huesos' o el cementerio más grande del mundo. La construyeron los presos del Gulag, y nadie sabe cuántos muertos yacen bajo ella.
Es la única arteria que llega hasta este remoto rincón del mundo. Arranca en la ciudad de Magadán, en el extremo más oriental de Rusia, allí donde Asia casi linda con América. En su punto final, 2000 kilómetros al oeste, se encuentra Yakutsk, la metrópoli más fría del planeta.
Casi todo lo que rodea a esta carretera recuerda a los crímenes de Stalin: las poblaciones que se alzan a sus orillas fueron en su día uno de los muchos campos de trabajo que formaban el sistema del Gulag. Hasta la muerte del dictador, en 1953, se levantaron más de un centenar de estos campos en esta región.
La idea de Stalin era deshacerse de la gente enviándola a esta región hostil, a la tierra del invierno eterno. Hasta entonces, aquí nunca había vivido nadie. La condena a trabajos forzados en tierras del norte ya se practicaba en tiempo de los zares, pero Stalin fue más allá; construyó su propio estado esclavista, con campos repartidos por toda la Unión Soviética. Las autoridades soviéticas enviaron aquí a 900.000 personas, atrapadas en una «espesa nube de inconsciencia, de dolor, de esa oscuridad del no ser», como escribió uno de los prisioneros. Entre los primeros esclavos que llegaron había obreros, ingenieros, médicos, músicos...
Aquí todo recuerda a los crímenes de Stalin y, al mismo tiempo, apenas nada queda de aquello. No hay memoriales ni cementerios ni museo digno de tal nombre. Los antiguos campos están en ruinas, aplastados por el invierno. La madera de los barracones se usó para alimentar las estufas.
«Las victorias son más importantes que los capítulos más oscuros de la historia», dijo Vladimir Putin en 2007, y con aquellas palabras todo el país inició el camino de la desmemoria. Stalin ahora es solo el vencedor de la Segunda Guerra Mundial. La mitad de los rusos cree que hizo más bien que mal, aunque provocara más de dos millones de muertes entre su propio pueblo. Arsenii Roginski, presidente de Memorial, una asociación rusa de defensa de los derechos humanos, dice que «es como si todas esas personas hubiesen muerto víctimas de una catástrofe natural o una epidemia». Como si no hubieran sido víctimas del Estado.
La historia de la carretera de Kolymá habla de los horrores del pasado, del olvido en una tierra olvidada. Stefanija Dubovnik, de 87 años, vive aquí, en Magadán. La nieve caía hace 70 años, el día en el que llegó a la región. Stefanija nunca había visto una tierra tan dura. Venía del oeste de Ucrania, no había cumplido los 18 años y no hablaba ruso. Un tribunal la había condenado por «actividades antisoviéticas». La pena fue de diez años de internamiento.
«Todavía me sorprende haber sobrevivido», dice. Aún sueña con los cuerpos cadavéricos de los trabajadores, con sus estómagos hinchados por el hambre, con la muerte pegada a la espalda después de turnos de 16 horas en las minas de oro. Dochodjaga, así se llamaba en los campos a esas personas que habían llegado al límite de sus fuerzas. Por las mañanas, ya eran cadáveres que alguien se encargaba de subir en camiones. «El Gulag era el infi erno», sentencia. Tras la muerte de Stalin, Stefanija fue puesta en libertad. ¿Qué podía hacer? ¿Adónde ir? Como la mayoría de los reclusos, optó por quedarse en Magadán.
«Parece el fin del mundo», escribió Yevgenia Ginzburg, profesora judía de Literatura y prisionera del Gulag. Pasó diez años en los campos, rodeada de «desechos humanos andantes». «La sensación de estar en el confín del mundo, apartada de la civilización humana, no nos abandona ni por un instante», escribió.
Esta tierra sigue así, agreste y fría. En el mismo punto en el que arranca la carretera comienza una naturaleza salvaje. A la gente le aterroriza circular por aquí. En invierno, una tormenta de nieve puede hacer que la calzada desaparezca de repente; si el coche se queda tirado, los móviles no funcionan, no hay cobertura. Tampoco ambulancias.
Iván Panikarov, fontanero de profesión, es uno de los principales expertos en los campos de trabajo de Kolymá. El Gulag llegó a su vida de forma casi casual. En los años ochenta, cuando trabajaba en las minas de oro, conoció a un antiguo prisionero. Lo llamaba tío Petia. Por aquellos tiempos, el Gulag todavía era un tema tabú; mucha gente seguía viendo a los antiguos presos como traidores al pueblo. El tío Petia también guardaba silencio, por lo menos cuando estaba sobrio. Por eso, Panikarov empezó a beber con él. Y escribía todo lo que le contaba.
Al llegar la perestroika, de repente todo el mundo empezó a interesarse por el pasado, por aquel tiempo del que el Estado había prohibido hablar. Iván Panikarov ya tenía para entonces miles de informes. Durante bastante tiempo recibió ayuda económica de fundaciones extranjeras. Pero cuando la ley lo obligó a registrarse como «agente extranjero» por recibir dinero del exterior, renunció a esos ingresos. No quiere problemas. Y tampoco que lo llamen agente de nadie. Iván Panikarov ama a su país. «De lo que se trata aquí es de la verdad», dice.
Panikarov conoce todos los antiguos campos de Kolymá. Uno de ellos es el campo de mujeres de Elgen. A visitarlo nos acompaña Olga Nikishova, de 64 años. Olga nació en ese campo. Nunca había vuelto a pisar el lugar. Es un sitio feo y desértico. En tiempos de la Unión Soviética, en Elgen había una explotación agrícola estatal. Ahora no crece nada, solo hierba. Mariia, la madre de Olga, penó aquí durante seis años. Su delito: llegar tarde a su puesto en una fábrica de los Urales. «Sabotaje», sentenció el juez. «Mi madre solo empezó a hablar de su cautiverio cuando yo ya era adulta –dice Olga–. Se avergonzaba de aquello». Y añade: «Mi madre adoró a Stalin hasta el último día».
Iván Panikarov, el experto en el Gulag, tampoco se considera un enemigo de Stalin. Cree que es culpable de reprimir a su pueblo, pero no lo considera un asesino. Dice que muchas de sus políticas fueron sabias. «Abrió estas tierras a la colonización –dice Panikarov–. Y enseñó a la gente a no retirarse jamás. Construyó cosas». Panikarov añade que no puede decir lo mismo de estos tiempos que corren. Hace 30 años, en esta región había centros culturales, incentivos económicos, pluses en las nóminas, invernaderos estatales. Y quitanieves que despejaban la carretera.
Ahora, lo único que sigue en funcionamiento son las minas de oro. Se alzan en medio de un paisaje lunar, con sus montañas de residuos. Allí trabajaron los esclavos de Stalin, por eso no es raro que los empleados de la mina Krivbass encuentren casquillos de bala. Y huesos humanos. Sergéi Basavluzkii, el dueño de la mina, entierra estos restos como es debido. Honra a las víctimas de Stalin. También a Stalin.
Para él, Stalin fue un gran gobernante, el mejor que ha tenido Rusia. Por eso, al dueño de la mina le gusta trabajar de acuerdo con los métodos antiguos: cree que no hay nada mejor que el miedo para que los empleados trabajen bien. Su mina es un modelo de orden y limpieza. Como si fuera un campo de trabajo moderno. Basavluzkii está orgulloso de sus métodos. En su mina están prohibidos el alcohol, el tabaco, la pereza. Un turno dura entre 12 y 16 horas. No hay días libres. La mayoría de los trabajadores lo acepta, entre otras cosas porque Basavluzkii se los trae desde las regiones más empobrecidas de Ucrania y retiene sus pasaportes en cuanto llegan. Si encuentra una colilla, castiga a todos los que estuvieran cerca. «También a los inocentes», dice. «Y escriba esto que le voy a decir: que Putin me mande aquí los 300.000 primeros delincuentes que reúna, que yo sabré qué hacer con ellos. ¡Sus gritos se van a oír en toda Rusia!», sugiere.
En Yakutsk, donde termina la carretera, levantaron hace unos años un busto de Stalin. Natalia Chajutina no lograba entenderlo. Conocía de primera mano el legado que Stalin dejó al país: sufrimiento. Y culpa. Ella conoció a Stalin en persona. Estuvo con él en su dacha, no lejos de Moscú. Y conoció bien a Nikolái Yezhov, jefe de la Policía secreta, también llamado el Enano Sangriento. Yezhov organizó por encargó de su jefe el Gran Terror de finales de los años treinta. Más de 680.000 personas perdieron la vida. Pero con Natalia jugaba al tenis. También le enseñó a montar en bicicleta. Yezhov era su padre adoptivo.
Cuando Natalia tenía seis años, la propia Policía secreta detuvo a su jefe. Yezhov pasó a ser enemigo del pueblo y murió en uno de los sótanos en los que acostumbraba a torturar a sus víctimas.
Cuando Natalia descubrió las cosas que había hecho su padre, inició una huida que se prolongaría de por vida. Se mudaba constantemente de un sitio a otro. En cuanto la gente se enteraba de quién era, volvía a marcharse a otro lugar. Así acabó llegando al remoto oriente del país. Se instaló en una casa a orillas del río Kolymá, el lugar donde encontraron la muerte tantas de las víctimas de su padre. «Me arresté a mí misma y me deporté aquí. Y nunca me concederé la libertad», dijo una vez. Fue en 2015. Estaba ya postrada en la cama y apenas podía salir de casa. Falleció a orillas del Kolymá, no lejos de la carretera.