Donald Trump y el golf «Los demás hacen trampas, yo hago trampas... y cuento con que tú también vas a hacerlas»
En el golf, y en la vida, Donald Trump quieren ganar siempre… y no se para en ‘minucias’ como las reglas. Un periodista especializado en golf, que ha jugado con él, ha hablado con ‘caddies’, compañeros de equipo y rivales sobre sus estrategias para salirse siempre con la suya… Lo cuenta en el libro “Commander in Cheat: How golf explains Trump”. Porque, dice, «el golf es como el culote del ciclista; revela mucho sobre el hombre que lo practica».
Martes, 06 de Septiembre 2022
Tiempo de lectura: 10 min
Conozco a Trump desde hace 30 años y nunca me he creído una sola de sus palabras. Pero –tengo que matizar– nunca pensé que él mismo se las creyera. Por poner un ejemplo, un día que me encontraba en su despacho de la Trump Tower, sacó de la billetera una tarjeta de plástico amarillo y la estampó sobre su gigantesco escritorio como si fuera el as ganador en una partida de naipes. «Fíjate en esto –dijo–. Solo nueve personas en el mundo la tienen». En la tarjeta ponía: «El portador tiene derecho a comidas gratuitas en todos los McDonald’s del mundo». Con voz triunfal, Trump añadió: «¡Solo la tenemos yo, la madre Teresa, Michael Jordan…!».
Me imaginé a la madre Teresa al volante de su coche, deteniéndose ante la ventanilla del McDonald’s de Calcuta, bajando la ventanilla, asomándose hacia el encargado y diciendo: «Póngame diez mil hamburguesas con queso, por favor».
Trump me caía bien de la misma manera que me caía simpático Batman. Cuando yo tenía 8 años, era la representación viva del multimillonario: un tipo cuyo apellido presidía rascacielos, que viajaba en enormes aviones privados con dos rubias despampanantes en cada brazo y billetes de mil dólares saliéndole por las orejas. Lo conocí cuando yo era columnista de la revista Sports Illustrated. Estaba jugando un torneo de golf cuando vino hacia mí con una ancha sonrisa de vendedor de crecepelo. Su mujer de entonces, Marla Maples, también sonreía. Aquí hay gato encerrado, pensé. «¡Eres mi periodista deportivo preferido!», atronó Trump. ¿Qué era lo que querían? «Y bien –dijo él–… ya estás tardando en escribir sobre mí». Vale, mensaje captado.
Lo importante es que suene bien
Tampoco suponía un problema. Trump era el hombre de negocios más accesible y fanfarrón del mundo, el que mejores titulares daba. ¿Por qué iba a decirle que no? Así que, cuando en 2003 me dispuse a escribir Who’s your caddy?, un libro en el que iba a hacer de caddy de doce jugadores famosos, le pregunté si quería protagonizar un capítulo. «¡Claro que sí!», fue su respuesta.
Cuando llegó el día en cuestión, resultó que él no tenía compañero con quien jugar, así que me indicó que, en vez de ser su caddy, yo sería su pareja. Jugamos en el club Trump National Golf Club Westchester, cerca de Nueva York, y la jornada estuvo marcada por un torbellino de exageraciones e infundios. Ese día, Trump no se limitó a mentir sobre sí mismo. También estuvo soltando trolas sin parar sobre mí. Era muy capaz de acercarse a saludar a uno de los miembros del club y decir: «Te presento a un amigo, Rick… Es el director de Sports Illustrated». Algo sorprendido, el fulano hacía amago de estrecharme la mano, pero Trump ya estaba arrastrándome hacia otro socio. «¡Hola, te presento a Rick! Es el propietario de Sports Illustrated». Sin darme tiempo a aclarar las cosas, al momento decía: «Y mira, Rick, te presento al chef del restaurante. Ha ganado el premio al mejor cocinero de hamburguesas del mundo». El pobre chef me miraba impotente y negaba con la cabeza, lo mismo que yo. Cuando nos encontramos a solas, le pregunté: «Donald, ¿por qué cuentas todas esas mentiras sobre mí?». «Porque suena mejor», contestó. Lo de «sonar mejor» resume el modus operandi de Trump. La verdad le importa un carajo. Lo importante es que suene bien.
Trump no dice la verdad; también hace trampas. Ese día que jugamos al golf en Westchester, repitió varios golpes ‘por la gorra’ si no le gustaba como le habían salido. Entre sus pretextos: «Me has distraído», «ese pájaro ha pasado volando justo cuando iba a golpear», «resbalé al darle con el palo».
Trump incluso se autoconcedió un putt, y no corto precisamente. Es decir, decidió que yo debía aceptar que su bola iba a entrar en el hoyo impepinablemente. Esta práctica es antirreglamentaria en competición, pero los aficionados suelen hacer ese tipo de cesiones… siempre que la distancia al hoyo no vaya mucho más allá del medio metro. Excepto si eres Trump. Él, aunque el hoyo esté a dos metros de distancia, te dice «está dado» y ordena a su caddy que apunte el resultado. Pero, claro, cuando eres tú el que quiere hacer lo mismo, levanta la mano y dice: «Anda, termina el hoyo como es debido».
Los ‘caddies’ están tan acostumbrados a verlo empujar la bola a pataditas para meterla en la calle que terminaron por ponerle un apodo: Pelé
Al final de la partida, la puntuación indicaba que él era el ganador. A esas alturas no valía la pena discutir, las reglas del juego eran una entelequia como el sexo de los ángeles. Apoquiné los diez dólares.
Trump no se limita a hacer trampas en el golf. Engaña de forma sistemática. Deja caer la pelota donde le conviene, la levanta para cambiarla de lugar, la coloca donde quiere. Amaña las cosas, lo embrolla todo. En Winged Foot, campo del que Trump es socio, los caddies estaban tan acostumbrados a verlo empujar la bola a pataditas hasta meterla en la calle que terminaron por darle el apodo de Pelé.
«Jugué con él una vez», explica Bryan Marsal, veterano miembro del club y presidente del Open estadounidense de 2020. «Jugamos un sábado por la mañana. Durante el primer tee fue irreprochable. Pero de pronto dijo: ‘¿Te has fijado en estos dos tipos? Hacen trampas. ¿Me has visto bien a mí? Hago trampas. Y espero que tú también las hagas, porque tenemos que ganar a esos dos como sea’. Donald no tiene reparos en hacer trampas para ganarte. Eso sí, también está convencido de que tú también vas a hacer trampas para ganarle a él. De manera que, como hay igualdad de condiciones, dado que todo el mundo recurre a las marrullerías, él no cree estar haciendo trampas de verdad».
«Pásame otra bola que no me han visto»
Hizo trampas incluso jugando con Tiger Woods. Poco después de convertirse en presidente invitó a Woods, a Dustin Johnson (por entonces el golfista número uno del mundo) y a Brad Faxton, un famoso comentarista de televisión. El periodista y Trump iban a jugar contra Woods y Johnson; como estos dos últimos eran muchísimo mejores, convinieron en dar algunas ventajas al equipo del periodista y Trump… pero Trump consideró que con eso solo no bastaba. «En un momento dado, al dar el segundo golpe, Donald envió la bola al agua», recuerda el comentarista. «Al momento me dijo: ‘Pásame otra bola, Brad, que no me han visto’. Se la pasé. Pero también la envió al agua. Sin darle más vueltas, se acercó con el carrito, dejó caer una tercera pelota donde le venía bien, la golpeó y la metió en pleno green».
A todo esto, en la otra punta de la calle, Woods había situado la bola a palmo y medio del hoyo. Por algo era Woods, ¿no? La pelota de Trump todavía estaba a media docena de metros del agujero. De pronto, Donald preguntó: «A ver. ¿Cómo vamos de golpes?».«Tiger se ha plantado en tres golpes. ¿Usted cómo lo lleva, señor presidente?».
Trump: «Voy a jugar mi cuarto». Al periodista se le escapó la risa porque en realidad iba a dar su séptimo golpe. «Me quedé con la boca abierta», recuerda Faxon. «’¡Tres para jugar el cuarto!’, dijo. Y luego, claro, falló el tiro. La verdad, fue muy divertido. Donald no cesaba de autoconcederse putts, pero la cosa tenía su gracia. Casi deseabas que lo hiciera. Porque habías oído tantas cosas sobre él que te entraban ganas de verlo con tus propios ojos, para contarlo después».
Llevaba un bote de pintura roja. Si su bola se estrellaba contra un árbol, pintaba un ‘x’ en el tronco y, al día siguiente, el árbol desaparecía
«Trump siempre se las arregla para conducir su propio carrito. Solo –explica el caddy Greg Puga, campeón semiprofesional en 2000–. También se las arregla para ser el primero en tirar; luego se sube al carrito y se marcha volando. Mientras los otros tres están ocupados en lanzar sus primeros golpes, él ya está en mitad de la calle haciendo lo que le da la gana con su bola. Recuerdo que una vez, estábamos en el 18, fue el primero en golpear. No lo hizo mal del todo y, como siempre, se subió al carrito y se largó a toda prisa. Mi jugador ejecutó un golpe fantástico, situó la bola en medio de la calle; lo vi con mis propios ojos. Y bueno. Cuando llegamos al lugar, la bola de mi jugador no aparecía por ninguna parte. No había manera de encontrarla. ¡Y Trump ahora estaba en pleno green, con el hoyo a punto de caramelo! Nuestra bola seguía sin aparecer, y Trump de pronto empezó a gritar: ‘¡Acabo de marcarme un birdie, chicos! ¿Qué os parece?’. Con la bola en alto, daba saltitos de júbilo. Y entonces lo comprendimos. ¡El muy cabrón nos había escamoteado la bola! Había llegado antes, le había dado a nuestra pelota y ahora ¡fanfarroneaba de su victoria! Lo nunca visto».
En otra ocasión, Trump se disponía a afrontar uno de los hoyos más famosos en Los Ángeles. Justo a la izquierda del green hay un estanque. «Vi que la bola de Trump iba al agua», me cuenta uno de los caddies. «¡Hasta vi las ondas en la superficie! Pero, cuando llegamos junto a su carrito, la pelota estaba en la calle. Le preguntamos que cómo era posible, y respondió: ‘Habrá sido la marea’».
«Vi que la bola de Trump iba al agua. ¡Hasta vi las ondas! Pero, cuando llegamos, la bola estaba en la calle. Le preguntamos que cómo era posible, y respondió: ‘Habrá sido la marea'»
En el Trump National Golf Club Bedminster hablo con un grupo de caddies. ¿El presidente hace trampas? De pronto se hace un silencio ensordecedor. Uno de ellos levanta la mano. Su expresión es neutra, pero tiene los ojos muy abiertos, como si quisiera darme una pista. «Donald Trump jamás hace trampas», dice con convicción impostada. Y me guiña un ojo. «Ah, creo que lo pillo», apunto. «¿El que hace trampas es su caddy?».
Todos estallan en risotadas. «Para que te hagas una idea, siempre lleva cuatro bolas en el bolsillo».
«Usa todos los trucos para meter la bola en cada hoyo. En los 18, no exagero. En todos y cada uno».
«Lo que quiere es que le hagas el trabajo sucio, que le saques la bola de entre los árboles, lo respaldes en sus mentiras. Todos sabemos lo que hay».
Como tantas veces sucede con Trump, los caddies rechazan sus trampas, pero también les impresiona su desfachatez. «Durante un tiempo, en el carrito llevaba un aerosol de pintura roja –cuenta uno de mis interlocutores–. Si su bola se estrellaba contra un árbol, pintaba una ‘X’ roja en el tronco. Al día siguiente, el árbol ya no estaba».
«Esto es 'off the record' claro»
Trump hace trampas, sí. Pero el día que leí «La madre de todas las mentiras», por poco me da algo. Estoy refiriéndome a un tuit que Trump escribió en 2013 dirigido al multimillonario Mark Cuban. Por lo visto, Cuban le había menospreciado en cierto programa de televisión años atrás. Trump juró venganza y retó a Cuban a jugar un partido de golf.
«¿Te atreves a jugar un partido de golf? Contando el de este fin de semana, he ganado 18 campeonatos de club. @mcuban golpea tan mal como una niñita desvalida y sin talento. Mark es un perdedor» (Trump, Twitter, 19/03/2013).
¡¿Dieciocho campeonatos de club? Es como si un defensa de la Liga española afirmase haber ganado 18 finales de la Champions League. La afirmación era ridícula. Especialmente porque Trump me contó cómo se las arreglaba. Según me dijo: «Cada vez que inauguro un nuevo campo de golf, participo en el primer partido, al que doy el nombre de Primer Campeonato del club. ¡De manera que soy el primer campeón del club! Esto es off the record, claro».
Hay que reconocerlo: se trata de un sistema éticamente abominable, pero ingenioso. Y sí, mantuve mi promesa del off the record durante años. Pero Trump insistía en pavonearse del asunto, en fanfarronear sobre sus 18 campeonatos de club. Lo dijo media docena de veces durante la campaña electoral de 2016. «Soy un ganador nato», proclamaba. Y por ahí no paso. Me siento insultado como golfista. No me molesta que alguien haga promesas políticas que luego no cumple. Pero el golf me lo tomo como algo personal. La integridad es consustancial a este deporte. Y como escribí hace tiempo: «El golf es como el culote del ciclista; revela mucho sobre el hombre que lo practica».
-
1 Herpes zóster: los detonantes de la 'culebrilla' que causa pánico y que va ganando terreno
-
2 Un hombro en el que apoyarse: el marido (casi) perfecto de Kamala Harris
-
3 ¿Cómo llegó el perro a la cima de la pirámide de Kefrén? Lo que esconde la 'mascota del faraón'
-
4 Pódcast | El último truco del gran Houdini: sus servicios como agente secreto
-
5 El 'armagedón' de los chips: apocalipsis en el mundo digital