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La secuela oculta de la pandemia

El drama de los sanitarios con estrés postraumático

Pesadillas, ansiedad, ataques de pánico... Primera ola, segunda, tercera... Tras el horror vivido en los hospitales por la pandemia, nadie sabe cuántos sanitarios españoles padecen estrés postraumático. Ni las consejerías de Salud ni el Ministerio de Sanidad lo han evaluado... Ni se han puesto a ello. Y eso que el problema es grave. Gravísimo. El sistema de salud está en juego.

Por Fernando Goitia / Fotografías de Carlos Carrión y Susana Girón

Sábado, 25 de Septiembre 2021

Tiempo de lectura: 15 min

Son las visiones, las  pesadillas... los muertos. Revivirlo todo cada día. Bolsas mortuorias que se llenan: 10, 15, 20 cadáveres por turno; quedan enfiladas en los pasillos, esperando; se las llevan y nuevos sacos negros ocupan su lugar. Entrar en la UCI cada mañana, 20, 25 pacientes entubados bocabajo, vidas sostenidas por un respirador; decidir a quién ayudas porque no hay para todos. La avalancha en Urgencias, no poder más; enfermos que no pasan de la sala de espera, mueren sin que dé tiempo a preguntar: «¿Qué le pasa?, ¿cómo se encuentra?». El miedo a contagiarse, a contagiar, a matar a los tuyos. Médicos, enfermeros, auxiliares, celadores... Nadie mejor que ellos sabe lo que de verdad implica esta pandemia.

«La muerte o la enfermedad son una posibilidad en esta profesión, pero nunca piensas que, por tu trabajo, puedas acabar matando a tus hijos, a tu marido, a tus padres». Alicia, médico internista en el Hospital Universitario La Paz de Madrid, vivió en Urgencias la primera ola. Año y medio después, aún lidia con el sentimiento de culpa y libra cada noche una batalla mental. «Los recuerdos de pacientes y muertos por COVID no desaparecen, son como un bucle en mi memoria –añade Alicia–. Y he empezado a rememorar, además, a todos los que han muerto desde que empecé a ejercer, más de 20 años ya. Soy muy sensible a situaciones emotivas, pero nunca había llorado tanto. Se ha reducido mi tolerancia al sufrimiento».

En su relato, varias veces se le quiebra la voz, vivas se intuyen las escenas en su cabeza. «Recibo atención psicológica, tomo pastillas para dormir, cada vez menos, y sigo trabajando, pero nunca me había rondado tanto la idea de cambiar de profesión».

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Sin preparación para asistir, impotentes, a la muerte ajena. Un paciente con coronavirus es atendido en la UCI del Hospital Universitario Severo Ochoa de Leganés, muy afectado durante la primera oleada. «Nos formamos para curar a los demás –explica Beatriz Rodríguez, jefa de sección del Servicio de Psiquiatría y Salud Mental del Hospital La Paz–, pero no estamos preparados para asistir, impotentes, a la muerte ajena. Necesitamos competencias para desarrollar fortalezas intrapersonales». |Pierre-Philippe Marcou / AFP a través de Getty Images

Los síntomas que Alicia describe tienen nombre: trastorno de estrés postraumático. TEPT. «Es lo normal cuando vives una experiencia en la que sientes que peligra tu vida o la de alguien cercano y en la que has pasado un miedo muy intenso», cuenta Rafaela Santos, neuropsiquiatra que preside la Sociedad Española de Especialistas en Estrés Postraumático. El cuadro clínico reúne síntomas diversos: revivir una y otra vez el suceso en forma de flashbacks o pesadillas, evitar el lugar donde sucedió, sentir incontrolables y repentinos temblores, angustia grave, sufrir crisis de ansiedad, ataques de pánico, irascibilidad, sudoraciones, desmayos, pensamientos negativos en bucle...

«Hay mucha gente a la que se le pasa en semanas, un mes; depende de los recursos psicológicos de cada individuo –explica Santos, presidenta también del Instituto Español de Resiliencia–. Pero, si persisten, se convierte en TEPT». No haber superado los síntomas, en todo caso, o no haberlos experimentado siquiera tampoco te libra necesariamente del trastorno. «El problema puede haber quedado encapsulado. Muchos médicos, de hecho, presumen de fortaleza mental. El típico: 'Yo puedo con todo'. De repente, sin embargo, viven un accidente, la muerte de un ser querido... y brota esa vulnerabilidad agazapada. Y son casos que suelen presentar mayor gravedad», añade.

Un estudio sobre la incidencia del trastorno de estrés postraumático en diversos paísesproporciona una cifra inquietante: 70 por ciento entre el personal sanitario

Trabajadores de UCI y Urgencias, grandes focos del estrés hospitalario, son quienes más boletos tienen en esta rifa. Tres veces más. Durante la pandemia, sin embargo, el 80 por ciento de los facultativos ha participado en algún momento en el cuidado de pacientes de COVID-19, según una investigación publicada en enero en la Revista de Psiquiatría y Salud Mental. A esa fecha, casi un 43 por ciento estaba en contacto con ellos la mayor parte de su jornada laboral, el 17,4 contrajo la enfermedad, un 13,4 tuvo a familiares infectados y un 25 por ciento guardó cuarentenas. Pocos panoramas hay más propicios –una guerra, un atentado terrorista, un desastre natural…– para desarrollar un trastorno de estrés postraumático.

En España, no se sabe cuántos sanitarios lo padecen. Ni las consejerías de Salud ni el Ministerio de Sanidad lo han evaluado... ni se han puesto a ello. Y eso que el problema es grave. Gravísimo. Un estudio sobre la incidencia del TEPT en diversos países, publicado en el International Journal of Environmental Research and Public Health, proporciona una cifra inquietante: 70 por ciento de prevalencia media entre el personal sanitario.

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Sin sostén emocional. Una enfermera consuela a un paciente en la sala Covid-19 del Hospital del Mar en Barcelona la pasada Navidad. La mayoría de quienes sufren problemas de salud mental derivados de la pandemia están siendo tratados solo con psicofármacos porque en la sanidad pública apenas hay 6 psicólogos por cada 100.000 habitantes, frente a la media de la UE, de 18. |David Ramos / Getty Images

Identificar a esas personas en nuestro sistema sanitario y ayudarlas de forma adecuada es una prioridad. «Es fundamental hacer una evaluación técnica para saber cómo están y empezar a atenderlos de forma adecuada –plantea Encarna Abascal, secretaria nacional de Prevención de Riesgos Laborales del sindicato CSIF–. La mayoría de quienes sufren problemas de salud mental derivados de la pandemia están siendo tratados solo con psicofármacos porque en la sanidad pública apenas hay 6 psicólogos por cada 100.000 habitantes, frente a la media de la UE, de 18, y los médicos de primaria no tienen más herramientas. Muchos médicos, además, se los autoprescriben o se los piden a sus compañeros. En el sistema ya estaba muy normalizado eso de: 'Tómate una pastilla y tira p'alante'. Pues ahora ya, ni te cuento».

A falta de estudios, los profesionales recurren al mejor termómetro que tienen a mano: los dispositivos especiales de atención psicológica a sanitarios habilitados por administraciones, organizaciones colegiales, sindicatos y hospitales por toda España. El de Amyts –principal asociación médica de Madrid– ha gestionado miles de consultas de sanitarios en el último año y medio. Ángel Luis Rodríguez, su responsable de salud mental, está entre quienes los escucha al otro lado de la línea. Voces desesperadas. Al límite, muchas de ellas. «El 20 por ciento de las llamadas son de profesionales que han pensado en quitarse la vida –suelta a bocajarro–. Si el índice de suicidios en nuestro ámbito ya doblaba al general antes de la pandemia, miedo nos da conocer los datos actuales».

'Si el índice de suicidios en nuestro ámbito ya doblaba al general antes de la pandemia,miedo nos da conocer los datos actuales', dicen desde el sindicato de médicos de Madrid

Son temores que suscribe el especialista en emergencias Jesús Linares desde el Colegio de Psicólogos de Madrid. Linares coordinó varios dispositivos de atención especial a sanitarios durante la primera ola. Es decir, estuvo en primera línea... en lo que a salud mental se refiere. «Con cada nueva ola, los problemas se acentúan –advierte–. El personal se siente cada vez más desamparado, pierde la confianza, la esperanza, y eso genera más estrés, depresión...».

Lejos quedan, a ojos de los profesionales, aquellos aplausos 'balconeros' de las ocho de la tarde. «Se ha normalizado que haya muertes y contagios; poder salir de copas y viajar es hoy más importante que la lucha contra el virus –subraya Humberto Muñoz, secretario general de la Federación de Sanidad y Sectores Sociosanitarios de CC.OO.–. Desde el punto de vista psicológico, eso hace mucho daño. Que a nadie le extrañe que tantos profesionales se vayan a otros países donde se los trata y se les paga mucho mejor. Todo un desperdicio, por cierto, si tenemos en cuenta que formar a un médico les cuesta a las arcas públicas unos 50.000 euros anuales».

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Vulnerabilidad agazapada.Una trabajadora sanitaria sale de una UCI de Barcelona tras atender a un paciente con Covid-19. «El problema de los sanitarios puede quedar encapsulado —explica la neuropsiquiatra Rafaela Santos–. Muchos presumen de fortaleza mental: 'Yo puedo con todo'. De repente, sin embargo, brota esa vulnerabilidad agazapada. Y suele presentar mayor gravedad». |Josep Lago / AFP vía Getty Images

Números aparte, muchos sanitarios subrayan como carencia grave en su campo la falta de formación en resiliencia, clave en situaciones como esta. «En la carrera no se dice una sola palabra sobre cómo enfrentarte a tragedias de este tipo y salvaguardarte desde el punto de vista psicológico –subraya Manuela García Romero, vicepresidenta de la Organización Médica Colegial–. A los médicos, de hecho, les cuesta un mundo admitir que sufren, primer paso para gestionar y superar cualquier problema».

«Nosotros nos formamos para curar y cuidar de los demás –añade Beatriz Rodríguez, jefa de sección del Servicio de Psiquiatría y Salud Mental de La Paz–, pero no estamos preparados para asistir impotentes a la muerte ajena. Y eso es lo que hemos vivido. Necesitamos competencias para desarrollar la resiliencia y las fortalezas intrapersonales».

Vencer a la enfermedad del miedo, en todo caso, lleva tiempo. Es una verdadera carrera de fondo, en realidad. Porque cuando deje de haber contagios y muertos, advierten quienes saben de esto, el impacto de lo que estamos viviendo seguirá largo rato entre nosotros. Y más vale empezar a combatirlo. Al fin y al cabo, si la salud es lo primero, lo que afecta al personal sanitario nos afecta a todos.


Tatiana López, enfermera en el hospital Universitario de Móstoles

«En mis pesadillas, intubaba a mi marido, a mi hijo, a mi madre...»

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He pasado un año de baja. La doctora me dice que era mejor esperar, pero necesitaba volver. Me siento bien, un poco nerviosa, pero la situación en el hospital no tiene nada que ver con lo que viví en Urgencias durante la primera ola.

Fue como una avalancha. La gente llegaba y dos horas después los metías en una bolsa negra. Horroroso. También pacientes sin COVID, como un señor con patología del corazón que necesitaba operarse; ¡murió porque no había sitio en la UCI! En la sala de espera, con los pacientes puestos por filas para que entraran todos, se nos murió un hombre al fondo: se cayó de la silla de ruedas y, perdóname la expresión, quedó tirado en el suelo como un perro. No podíamos, no podíamos... [llora]. A muchos les hacías una PCR y lo siguiente era meterlos en la bolsa mortuoria.

«Me convertí en una persona horrible: irascible, nerviosa, llorosa… Un día fui a poner una sedación y me eché a llorar delante del familiar; más que él. Entonces pedí ayuda»

A pesar de todo, no me costaba ir a trabajar. Era tan gordo a lo que nos enfrentábamos que sentía la necesidad, el deber de ir, incluso en los días libres, porque faltaba gente. Eso sí, llegaba a casa destrozada y con un miedo atroz a contagiar a mi familia. En mis pesadillas intubaba a mi marido, a mi hijo, a mi madre... Desarrollé, además, un TOC clarísimo. Me desinfectaba en el hospital y otra vez en casa. No besaba a mi marido ni a mi hijo, de año y medio entonces. Empecé a darle el pecho con mascarilla y él mismo, al verme así, decidió dejarlo.

En junio de 2020, pasado ya lo peor, me cambiaron de planta y al bajar el ritmo empecé a notar que algo no iba bien. Entraba a las tres de la tarde y a partir de las doce empezaba a gritar. A menos cinco estaba tranquila, pero de pronto pensaba en el trabajo y todo me parecía mal. Me convertí en una persona horrible: irascible, nerviosa, llorosa… Un día fui a poner una sedación, como tantas veces en 18 años de profesión, y me eché a llorar delante del familiar; más que él. Entonces pedí ayuda.

La psiquiatra me dijo que no podía seguir trabajando. Me mandó unas pastillas y, en cuestión de días, ya me estaba viendo un psicólogo de la Seguridad Social. Al principio, cada 15 días; después, tres semanas; y ahora, cada mes. Hasta noviembre no conseguí levantar cabeza, pero no sé cómo estaría hoy sin su ayuda. Ya duermo bien, sin pesadillas y sin medicación; no tomo nada, y mi gran logro: he conseguido volver al hospital.


Erika. Médica anestesista-reanimadora del hospital Son Llàtzer (Palma de Mallorca)

«Me quebré en pedazos. Esto casi me destruye»

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Veinte de mayo de 2020, ese fue el día en que me rompí. Literalmente. La primera ola ya remitía, pero una mañana, en plena reunión de organización, me quebré en mil pedazos. Un ataque de ansiedad brutal, un llanto sin control: una quiebra psicológica total. «Estrés postraumático», me dijeron. Me quedé totalmente desestructurada.

Siempre he sentido empatía hacia el dolor ajeno, hacía mi trabajo con muchas ganas, con mucho amor, pero todo eso se agudizó tanto que casi me destruye.

Tras varios intentos, el psiquiatra del Colegio de Médicos que me atendió finalmente acertó con la medicación y eso rebajó mi ansiedad, los pensamientos en bucle; gracias a eso pude iniciar psicoterapia. Me busqué un especialista, privado, en estrés postraumático y empecé en enero. A partir de ahí vi el camino más claro. Llevo tres meses sin medicación.

«Estuve en Italia en febrero de 2020. Al volver, advertí de lo que se nos venía encima. 'Alarmista', me decían. De un día para otro, trabajábamos a destajo y no conseguíamos salvar vidas»

Apenas tengo recuerdos de junio y julio, como si me hubiera ausentado de mí misma. Estuve siete meses sin salir de casa. No podía. «Agorafobia», me dijo la psicóloga del hospital. No duermo más de seis horas y tengo poco margen de manejo del estrés, pero estoy contenta. Pintar ha sido de mucha ayuda. Mis cuadros muestran mi evolución. Poco a poco se han suavizado las pesadillas, los ataques de pánico nocturnos, la sudoración... Hablar contigo ahora, por ejemplo, es un triunfo. Esto me ha hecho crecer, me ha dado una sensibilidad y una visión diferente de las cosas.

Hace unos meses pedí el alta y solicité una excedencia porque ya no quería sentirme enferma. Necesito tiempo para ver adónde me lleva la vida y decidir si quiero seguir ejerciendo. Tengo un máster en medicina estética y quizá me enfoque en esa dirección, en hacer feliz a la gente de otra manera.

Yo soy italiana y estuve en mi país en febrero de 2020 –preparando mi boda, que aún no he podido celebrar–, volví a Mallorca y me pasé un mes advirtiendo de lo que se nos venía encima. «Alarmista», me decían. Y entonces, de un día para otro, me pasaron a la UCI. Intubabas a los pacientes y al poco se morían. Trabajábamos a destajo y no conseguíamos salvar vidas. Estudias, trabajas, 15 años de experiencia y, de pronto, no te sirven para nada.


MARÍA ÁNGELES SOLER. AUXILIAR DE ENFERMERÍA EN EL HOSPITAL PUNTA DE EUROPA DE ALGECIRAS

«Me siento sola, nadie me comprende, como si creyeran que todo es mentira»

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Yo tengo dos patologías: hepatitis B y artritis psoriásica. Trabajaba en rehabilitación y con la pandemia, a pesar de ser grupo de riesgo, me enviaron a zonas COVID del hospital. Peleaba a diario para que me devolvieran a mi puesto, hasta que el 19 de abril de 2020 di positivo.

Llevo un año y medio de baja y apenas he recibido atención psicológica: el psiquiatra que me dijo lo del estrés postraumático y me puso medicación, una psicóloga de la Seguridad Social que me vio dos veces –se le acabó el contrato y no la renovaron– y ahora, por fin, tengo cita con otro psicólogo.

«En año y medio de baja, solo me vio un psiquiatra que me diagnosticó y me medicó, una psicóloga que me vio dos veces –se le acabó el contrato y no la renovaron– y ahora, por fin, tengo cita con otro psicólogo»

Por la noche, al menos, ya no siento calambres en la cabeza, pero las pesadillas continúan. Sueño escenas que he vivido, pero con añadidos dramáticos. Me despierto gritando, pies y manos 'engarrotaos'; cuando estoy con gente, siento cómo me sube la ansiedad...

La neuróloga me ha dicho que tengo hipocaptación bilateral, poco riego en las neuronas, y no sé qué basal en el cerebelo, cosas de la COVID persistente. Tengo lagunas: salgo de casa y no sé adónde voy; me olvido de los nombres; en vez de pedir un vaso de agua pido un jarrón; no consigo expresarme bien, se me queda la lengua 'encasquillá'. Y estoy de un torpe tremendo: ordeno unos papeles y me aturullo; cocino fritura para salir del paso; tengo la casa patas arriba; hace más de un año que no me pinto ni me arreglo...

Yo lo intento, de verdad, porque en mi casa están todo el día: «Que te tienes que levantar, que tienes que hacer cosas, que tal…». Y eso no ayuda. Mi refugio son las manualidades, lo único que me centra, pero, en cuanto me ven, me dicen: «Estás mala para lo que te conviene». Quiero con locura a mi marido, a mi madre y a mis hijos, pero cuanto más me fuerzan peor me siento. ¿Es que no ven la tristeza en mis ojos? Me siento sola, nadie me comprende, como si creyeran que todo es mentira. Es muy fuerte decir esto, pero es usted la única persona que de verdad me ha escuchado.

Me siento culpable. No pude estar con mis compañeras en los días duros y alguna me acusó de haberla contagiado. Y pienso en ello: ¿a cuánta gente se lo habré pasado? Me cuesta la vida pensar que volveré a trabajar. Pero a mi edad, ¿a ver qué hago yo?


KEYLA. AUXILIAR DE ENFERMERÍA EN EL HOSPITAL UNIVERSITARIO LA PAZ (MADRID)

«Vomitaba al final de la jornada, pero seguía trabajando. Me necesitaban»

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Yo no dormía más de cuatro horas, soñaba con los pacientes. Muchos murieron agarrados a mi mano, como diciendo: «No me dejes, quédate conmigo todo lo que puedas». Y recordaba sus nombres, sus caras, su agonía, el miedo en sus ojos cuando veían que los ibas a intubar… Son miradas que llevaré conmigo toda la vida. Los pacientes te hablaban de sus hijos, de su familia, de sus perros y al poco estabas juntando sus pertenencias.

Podía haberme cogido una baja, pero ya había muchos compañeros que enfermaban o que no podían más. «Si me voy, los demás trabajarán el doble –pensaba–. Has escogido esta profesión y es para toda tu vida, asume las consecuencias, aguanta, da lo mejor de ti misma». Hasta que no pude más. Sufrí un derrame en un ojo. Mi médico me dijo: «Eso es del estrés. Intenta no estresarse tanto». «Trabajo en la UCI», le respondí. «Ya». No dijo más. Así que seguí trabajando. Vomitaba al final de la jornada, temblaba, me daban taquicardias, no dormía..., hasta que empecé a entender que algo me pasaba y pedí cita con la psiquiatra del hospital. «Estoy al límite», le dije. Trastorno de estrés postraumático; como un vaso de agua que se desborda, lo describió. Me puso medicación y me fui de vacaciones, pero al volver, de nuevo a la UCI, todo rebrotó. Me puse el EPI y directa al baño a llorar. Lo primero que dije fue: «Por favor, que no se me muera nadie hoy. No quiero contacto con familiares, no puedo notificar a nadie más la muerte de un ser querido».

«Me afectan en extremo los negacionistas, los que salen sin mascarilla, los que se van de fiesta, los que se manifiestan... Es muy triste que la sociedad responda así ante lo sucedido»

Fueron los peores meses de mi vida, incluso se me caía el pelo; de llegar a pensar: «¿Qué hago yo aquí?». Al final empecé tratamiento, me sacaron de la UCI, me pasaron a quirófano y ahora recibo terapia, tengo acompañamiento y eso me ha cambiado el chip. Estar de bajón era mi estado normal, pero he retomado el equilibrio, ya no tengo tantas taquicardias, canalizo todo de otra manera. Veo luz al final del túnel, aunque me afectan en extremo los negacionistas, los que salen sin mascarilla, los que se van de fiesta, los que se manifiestan... Es muy triste que la sociedad responda así ante lo sucedido. La gente no entiende lo que de verdad implica una pandemia.

Lo hermoso es que hoy vienen los que se recuperaron y me agradecen haberles cantado y hecho reír, haberlos animado… «Ama, empatiza con los demás», esa debería ser la gran lección.