Llegó a París con una larga trenza rojiza que le golpeaba los tobillos; con un llamativo acento provinciano y un marido 14 años mayor que ella. Sidonie-Gabrielle Colette era una muchacha de ojos felinos, alegre, vital e inexperta, criada en un pueblo de menos de mil habitantes. Henry Gauthier-Villars -su marido- era un barrigudo listo y sinvergüenza, un calavera parisino dedicado a alimentar su fama de crítico musical y escritor a base de pagar por cotilleos a su favor y publicidad para sus libros.
Lo llamaban Willy. Así firmaba algunas de sus obras (tenía varios seudónimos); obras que no escribía. Para eso Willy contaba con mercenarios (negros literarios) -profesores de provincias sin un céntimo- que escribían para él textos con ínfulas eruditas.
Al principio Gabrielle permanecía en casa mientras Willy salía por las noches a epatar a sus oyentes con sus ocurrentes juegos de palabras, a subirse a las mesas con su puro y su chistera para atraer los focos. Gabrielle le contestaba la correspondencia, lo acompañaba a los salones literarios de las damas de París, donde a veces coincidían con Marcel Proust. Ejercía de esposa y adquiría mundo.
Willy gastaba, salía y coleccionaba amantes. Al principio, ella se encoleriza, pero acaba tragando. Poco a poco, Gabrielle se va transformando. Es consciente de que ella es singular. Y eso le gusta. Casi dos años después de su boda, Willy le dice: «Deberías escribir tus recuerdos de la escuela primaria. Cuenta detalles picantes. Estamos escasos de fondos».
Actuó de fauno en taparrabos, de gigoló… “Colette escenificó su rebelión”, dice su biógrafa
Gabrielle escribe Claudine en la escuela, protagonizada por una adolescente rebelde. Willy espolvorea sobre el texto de su mujer algunas notas que lo hacen más provocador y erótico. Y pone su firma.
Es un éxito. Las muchachas fuerzan los cajones donde sus padres esconden la obra bajo llave. Algunas incluso se visten de colegialas por la calle. Willy pide con insistencia a su mujer -que ya ha adoptado como nombre su apellido, Colette- que escriba más. «Rápido, pequeña, no nos queda un céntimo en casa», la apremia. Llega incluso a encerrarla cuando Colette no quiere escribir más. Pero lo hace. Se publican Claudine en París, Claudine casada, Claudine se va…
Es la locura. En 1907 se habían vendido medio millón de ejemplares de las Claudines. La novela decora tazas, carteles, cuadernos. Claudine inunda París. Según Judith Thurman, autora de la colosal biografía Secretos de la carne. Vida de Colette (Siruela), el éxito se debe a que «Colette crea el modelo de la adolescente moderna».
Y mientras las Claudines gustan y escandalizan con la perversa ingenuidad de su protagonista, Colette se corta la trenza -inducida por Willy- y luce una atrevida melena corta. Se atreve a mucho más. Una noche aparece en el salón de Madame Arman con el pelo oculto bajo una gorra con pompón y vestida de marinero. Los pantalones marcaban sus piernas atléticas y fibrosas. La provocación es enorme. Que una mujer llevara pantalones estaba prohibido.
Colette prosigue con su evolución. Conoce a una rica americana y se hace su amante. Willy lo sabe, lo aprueba y se cuela él también en la cama de la americana. El París de fin del siglo XIX está desatado. La ciudad se zambulle en lo que Hannah Arendt llama «una morbosa lujuria por lo exótico, anormal y diferente». Damas y caballeros asisten a veladas en las que criados chinos portan bandejas de jade con copas de champán, fuman opio, se inyectan morfina, convocan sesiones espiritistas y se sirve éter con los pastelitos del té.
Colette tuvo una infancia feliz en Saint-Sauveur-en Puisaye. Su padre era mutilado de guerra; su madre, una mujer moderna que tenía hijos de un matrimonio anterior.
En estos ambientes de búsqueda de nuevas diversiones Colette, sin embargo, fuma solo muy de vez en cuando, no bebe y odia las drogas. Pero se apunta a la transgresión. La capitanea. Es pareja de la marquesa de Belbeuf y no lo esconde.
Mathilde de Morny –Missy– es aristócrata, lesbiana, travestida y exdrogadicta. Con ella Colette se embarca en el music hall. Juntas protagonizan un escándalo que va más allá de las travesuras anteriores. En la pantomima El sueño de Egipto, representada en el Moulin Rouge en enero de 1907, Colette es una momia y Missy, un arqueólogo. La momia va perdiendo sus vendas, baila con su descubridor y en el éxtasis de la danza ¡se besan! Es el súmmum de la inmoralidad.
A Missy su familia le retira la palabra. Y el dinero. Los amigos de París les dan la espalda. «Colette escenifica su rebelión en público», dice Judith Thurman. Se divorcia de Willy y consigue que su nombre figure en la última novela de Claudine: El refugio de Claudine.
Comienza su etapa de actriz de music hall. Recorre los cabarés de Francia como fauno en taparrabos, gigoló, gitana o gato; enseña un pecho desnudo, baila con poca ropa… Y lo hace cuando dedicarse profesionalmente al teatro era sinónimo de prostitución.
Hay alguien que sí apoya a Missy y Colette. Se trata de Sidoney Landoy, la madre de Colette, una mujer transgresora, única, una señora que cuida con primor su jardín lleno de rosas bautizadas por ella con nombres como ‘muslo de ninfa excitada’.
A Colette su madre le inculcó el ateísmo y la desobediencia. Willy le enseñó la provocación. Missy le aportó cariño y seguridad. Pero se completó ella sola. Destacó por su libertad. «Vivía para la escritura y para el amor», opina la escritora Milena Busquets, fan absoluta de Colette. «Era una criatura fascinante», dice de ella Keira Knightley, que la interpretó en la película Colette.
Colette tuvo muchas vidas. Todas interesantes. En 1912 se casó con Henry de Jouvenel, redactor jefe de Le Matin. Con él tuvo a su única hija, también llamada Colette. No fue una madre abnegada. A la niña la crio una nanny inglesa y su madre la visitaba de vez en cuando.
Henry de Jouvenel se metió en política. Fue senador e incluso ministro, una proeza para el marido de una mujer con un pasado tan llamativo. Con Jouvenel, Colette se hizo periodista y crítica de teatro. Siguió escribiendo. Y escandalizando. Se hizo amante de Bertrand de Jouvenel, hijastro de su marido. El chico tenía 17 años; ella, 40.
“¿Feminista yo? Usted bromea. Las sufragistas me asquean. Se merecen el látigo y el harén”, dijo
«En su obra, los hombres son débiles o muy jóvenes o despreciables, excepto para el placer», señala Judith Thurman. En sus novelas, Gigi y Chéri, Colette expone su visión de la sociedad, su sensualidad y sus observaciones sobre la situación desigual de la mujer.
Pero Colette negaba ser feminista. En 1910 se lo preguntó un periodista. «¿Feminista yo? Usted bromea. Las sufragistas me asquean […]. ¿Sabe lo que se merecen? El látigo y el harén», respondió.
Era inclasificable. «¡Tantas mujeres desean que se las corrompa y tan pocas son las elegidas!», proclamó. Y a la vez contaba que ella solo había tenido tres maridos y tres amantes. El tercer marido fue Maurice Goudeket, con el que se casó en 1935. Maurice fue quien la cuidó en sus últimos años: «Es un santo», decía ella. Colette había engordado (no le importaba en absoluto) y vivía dolorida por culpa de una artritis de cadera.
Fue una anciana célebre que había hecho casi de todo: fue reportera, guionista de cine y también regentó un salón de belleza donde ella pintaba personalmente a las clientas, que iban -en realidad- a conocerla: al parecer, Colette maquillaba fatal.
En 1945 se convirtió en la primera mujer miembro de la Academia Goncourt, que incluso llegó a presidir. Qué gran reconocimiento para una pueblerina sin estudios. Murió en 1954, a los 81 años, en el cénit de la gloria. La Iglesia católica le negó un funeral, pero Francia le regaló uno de Estado, con toda la pompa y solemnidad. Era el primero dedicado a una mujer.
Fue el broche a una vida que ella resumió así: «El amor fue el pan de mi vida y de mi pluma».
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