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La decapitación del líder mexicano, caso abierto ¿Dónde está la cabeza de Pancho Villa?

Trece balas acabaron con la vida de Pancho Villa. Bandido, revolucionario y leyenda, cien años después del asesinato, su figura sigue llena de luces y sombras. Sin saberlo, firmó su sentencia de muerte durante la entrevista con un reportero. Te lo contamos.

Rodrigo Padilla

Martes, 26 de Diciembre 2023

Tiempo de lectura: 7 min

Quizá fue una premonición, el aviso de un sexto sentido entrenado durante años huyendo de enemigos y emboscadas. Quizá solo un comentario sin más. O una invención posterior. «Parral me gusta hasta para morirme», se cuenta que dijo antes de montarse en un Dodge con cuatro de sus hombres. Cuando el coche entró en la pequeña ciudad del estado de Chihuahua, alguien gritó: «¡Viva Villa!». Era una señal. Ocho sicarios abrieron fuego a bocajarro. Sonaron 150 disparos. Pancho Villa recibió trece balas, cuatro de ellas en la cabeza.

Aquel 20 de julio de 1923 murió el hombre que había agitado México como una tormenta, que ejerció de bandido primero y de héroe revolucionario después, que amó la gloria y rechazó el poder, osado hasta el punto de invadir Estados Unidos y cruel hasta la atrocidad. Una figura de muchos excesos y algunas virtudes, un hombre surgido del pueblo y que creyó luchar siempre por el pueblo, dos bandoleras cruzándole el pecho y el sombrero en alto, una sonrisa confiada debajo de sus famosos bigotones, rostro e icono de la Revolución.

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Villa y Zapata: en la silla del poder Esta es una de las fotos más famosas de la Revolución: se tomó en el Palacio Nacional de Ciudad de México el 6 de diciembre de 1914.Un sonriente Pancho Villa y un serio Emiliano Zapata aparecen rodeados por una variopinta multitud. Instantes antes, Villa había animado a Zapata a ser el primero en sentarse en la silla presidencial, a lo que este respondió: «No, prefiero no sentarme. Cuando alguien es bueno y se sienta en esa silla, cuando se levanta ya es malo». Aunque parece encantado de ocupar la silla dorada, Pancho Villa también lo tenía claro: «Soy un luchador, no un estadista. No tengo la educación para ser presidente».| Getty Images.

Su verdadero nombre era Doroteo Arango. Nació en 1878 en el estado norteño de Durango, sus padres eran aparceros en el rancho de un rico hacendado. Sufrió desde niño las miserables condiciones de vida que compartía con el 90 por ciento de la población mexicana y que fueron el principal alimento de la Revolución que estaba por llegar. Según él mismo contaba, el episodio que cambió su vida, y mito fundacional de su leyenda, ocurrió cuando tenía 16 años. Un día, al volver de trabajar en los campos, se encontró con que «el amo, el dueño de la vida de nosotros los pobres», estaba intentando abusar de su hermana. Sin dudarlo, fue a buscar un rifle y disparó al patrón. Luego se montó en un caballo y huyó a las sierras cercanas.

Su vida cambió con 16 años, cuando vio que el amo de la finca donde trabajaba intentó abusar de su hermana. Disparó al patrón y huyó a la sierra

Comenzaron así sus años de bandido, de robar ganado y asaltar ranchos, de sobrevivir en un terreno duro que llegó a conocer como la palma de su mano. Fue detenido varias veces y varias veces se fugó. Probó diferentes oficios, trabajó de minero y albañil, pero siempre acababa echándose al monte y al otro lado de la ley. Cambió su nombre por el de Pancho Villa y llegó a encabezar su propia banda. Sus correrías lo hicieron famoso en el norte salvaje y fronterizo, de él se decía que solo robaba a los ricos y que siempre ayudaba a los pobres. Se convirtió en uno de los hombres más buscados del país. Y entonces llegó la Revolución.

La primera revolución  social del siglo XX

Después de múltiples vaivenes políticos, de la República al Imperio y vuelta a empezar, el México de principios del siglo XX disfrutaba de una estabilidad desconocida desde su independencia. El artífice era el general Porfirio Díaz, un presidente que llevaba tres décadas sucediéndose a sí mismo en el cargo. El clima era propicio para los negocios, la inversión extranjera alimentaba la creación de fábricas y ferrocarriles, minas y plantaciones… en beneficio de unos pocos.

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Las dos caras de una leyenda.Aunque era alegre y de trato fácil, sus arrebatos de cólera podían ser peligrosos. Amaba la fiesta, pero no bebía ni le gustaba que sus hombres lo hicieran. No dudaba en fusilar a los oficiales prisioneros, pero dejaba en libertad a los soldados rasos. Ayudaba a pobres, viudas y huérfanos, pero también ordenó masacres terribles. Era rudo en sus relaciones con las mujeres, pero no consentía que sus hombres abusaran de ellas. Tuvo más de 60 esposas legales (en la foto superior, con una de ellas) y una veintena de hijos, de los que siempre se ocupó. Aunque analfabeto, daba gran importancia a la educación y fundó numerosas escuelas. Actor imprescindible de la Revolución, sin embargo, tardó en ser admitido entre los héroes de la República. El centenario de su muerte ha servido al Gobierno mexicano para proclamar este 2023 «Año de Francisco Villa, el revolucionario del pueblo».| Getty Images.

Millones de campesinos sin tierra vivían en un estado de semiesclavitud, explotados y oprimidos, también obreros y peones. La desigualdad era insoportable y el descontento popular rozaba el punto de ignición. Cuando Díaz volvió a ganar las elecciones 'libres' de 1910, el aspirante, Francisco Ignacio Madero, llamó al pueblo a levantarse. Pancho Villa, enemigo de los hacendados, con odio acumulado desde su niñez de abusos y pobreza, siguió la llamada.

La mexicana fue la primera Revolución social del siglo XX, un fenómeno complejo que avanzó a trompicones, con momentos de pausa y retroceso, entre constantes injerencias extranjeras y con sucesivos protagonistas al frente. Villa fue uno de sus primeros y principales motores. Para él, el tránsito del bandolerismo a la Revolución era un paso natural. En poco tiempo reunió varios centenares de hombres y se lanzó a la conquista de Ciudad Juárez. Mientras Villa incendiaba el norte, Emiliano Zapata levantaba a los indígenas del sur pidiendo tierra y libertad. Aquello iba en serio. Porfirio Díaz lo entendió así, abandonó el poder y buscó refugio en París. Madero fue nombrado presidente en medio de una explosión de júbilo que no duró mucho: el general Victoriano Huerta dio un golpe de Estado y quiso echar el reloj atrás. Lo que hizo fue desatar la fase más sangrienta de la Revolución.

Pancho Villa volvió a la acción, esta vez a lo grande. Empezó a reclutar un ejército popular que en pocos meses sumaba veinte mil hombres, bien armados y bien organizados. Con ellos conquistó el estado de Chihuahua, del que fue nombrado gobernador. En los dos meses que aguantó en el cargo decretó expropiaciones de tierras, subió los impuestos a los ricos y abrió escuelas.

Pero aquello no era para él. Se puso una vez más al frente de su División del Norte y marchó sobre la capital enlazando victoria tras victoria. Sus enemigos lo temían, sus hombres lo idolatraban, el pueblo le dedicaba corridos que cantaban sus hazañas. Villa cabalgaba ya a lomos de su leyenda.

Acosado por todos los frentes, Huerta renunció. Los principales líderes revolucionarios entraron en Ciudad de México. Villa y Zapata se abrazaron en un ambiente festivo, bromearon sobre cuál de ellos se sentaría en la silla presidencial. Ninguno de los dos la quería. Venustiano Carranza, el tercero en discordia, la reclamó para sí. La Revolución se fracturó y volvió a correr la sangre. Y esta vez el ejército de Villa no salió triunfante. Derrotado por las ametralladoras del general Álvaro Obregón, mano armada de Carranza, el gran Pancho Villa tuvo que huir al norte con algunos fieles. En una reacción cuyos motivos no terminan de estar claros, cruzó la frontera con Estados Unidos y saqueó la pequeña ciudad de Columbus. La respuesta norteamericana fue inmediata: varios miles de soldados se adentraron en México buscando a Villa.

Pero no lo encontraron, siempre conseguía burlarlos aprovechando su conocimiento del terreno y la ayuda de la población local, para la que seguía siendo un héroe.

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Un cadáver decapitado. Pancho Villa fue enterrado en el cementerio de Parral. Una mañana, tres años después de su muerte, la tumba apareció profanada: el ataúd estaba hecho pedazos y alguien se había llevado la cabeza. Nunca se descubrió a los culpables, lo que ha alimentado todo tipo de teorías. Una de ellas apunta a William Randolph Hearst, el magnate estadounidense de la prensa, que habría pagado cinco mil dólares por ella. Según otra, habría sido robada por una sociedad secreta de la Universidad de Yale, la famosa Skull and Bones, para usarla en uno de sus ritos de iniciación. También hubo quien dijo haberla visto en la casa de un relevante militar mexicano. Sus restos mortales fueron trasladados finalmente al Monumento a la Revolución en 1976.

Villa volvió a sus orígenes de fugitivo y bandolero, pasó cuatro años escondiéndose y asaltando haciendas para sobrevivir. Mientras, el polvo de la Revolución se iba posando. Tras una década de guerra y hambre que se había cobrado entre dos y tres millones de vidas, el país por fin contaba con un Gobierno estable y una Constitución que recogía algunos de los principios de justicia social de la Revolución. Villa, agotado, decidió negociar. El Ejecutivo le ofreció el perdón, permiso para conservar un puñado de hombres y una hacienda en propiedad a cambio de abandonar las armas y la actividad política. Aceptó.



Los siguientes tres años los pasó en su hacienda. Compró maquinaria, construyó talleres y una escuela, sembró trigo y maíz, crio ganado… hizo realidad lo que siempre había querido para su gente. Hasta que cometió un error. En una entrevista desmintió que estuviera preparándose para retomar las armas, pero luego, quizá por soberbia o por nostalgia, añadió: «Puedo movilizar a cuarenta mil soldados en cuarenta minutos. Hay miles de mexicanos partidarios míos». Aquello bastó para que el general Obregón, nuevo hombre fuerte del país, ordenara su muerte. Porque sabía que era verdad, que Pancho Villa todavía podía volver a montarse en su mito y cabalgar desde el norte avivando los rescoldos de la Revolución. Por eso, un centenar de balas salieron a su encuentro en Parral, ese sitio que «me gusta hasta para morirme».