Espionajes, traiciones, atentados... Hace 450 años, frente a la costa de Naupacto (en la Grecia actual), tuvo lugar la mayor batalla naval del siglo XVI. Lepanto fue una tempestad de sangre y fuego que detuvo el avance de los turcos, precedida por una calma tensa en la que no faltaron intrigas, sabotajes y personajes que actuaban en las sombras.
El sol se pone en el puerto de Mesina (Sicilia). Sopla una ligera brisa. Aun así, las sesenta galeras venecianas del superintendente Marco Querini se valen de sus remos para entrar en la rada. Estas naves han venido desde Creta al punto de encuentro de la mayor armada jamás reunida por potencias cristianas. En su estela, desde la mole del puerto, los soldados de guardia observan, difusa, una galera con el casco negro. En lugar de fondear al final de la línea veneciana, esta nave sigue bogando en silencio a lo largo de las escuadras española y pontificia y, sorpresivamente, vuelve a salir a mar abierto.
En realidad, no se trata de una nave cristiana, sino de la galera del audaz corsario argelino Kara Hoca, enviado en misión de reconocimiento por el almirante otomano Müezzinzâde Alí Pachá, yerno del sultán Selim II. El almirante otomano aguarda en la costa griega noticias sobre la armada que está reuniendo en Mesina el hijo bastardo de Carlos V y hermano de Felipe II de España, don Juan de Austria. Los cristianos se han aliado para hacer frente al empuje otomano, que ya ha invadido Chipre.
Cuando Kara Hoca regresa para informar a su jefe, le da una cifra de naves cristianas inferior a la real, pues faltan todavía galeras por llegar. Mientras eso sucede en el bando otomano, en el alto mando de la Liga Santa se discute si zarpar o no en busca de la flota del sultán. Los venecianos se muestran ansiosos: desean vengar la masacre en Chipre a manos de los turcos. El joven don Juan es consciente, al igual que el almirante pontificio Marco Antonio Colonna, de que hay que actuar antes de que llegue el mal tiempo. El genovés Gian Andrea Doria y don Luis de Requesens –hombre de confianza de Felipe II–, sin embargo, aconsejan prudencia.
La alianza cristiana es frágil. Lo muestra el incidente a bordo de la galera veneciana Uomo Armato, en el que una pelea entre soldados españoles y marineros venecianos se salda con varios muertos y con la ejecución, por órdenes del almirante veneciano Sebastiano Veniero, de un capitán del Tercio de Lombardía, lo que motiva la ira de don Juan.
Finalmente triunfan las voces que claman por la acción, y la armada de la Liga Santa se hace a la mar el 16 de septiembre. Las naves de exploración, al mando de Gil de Andrade, han localizado el fondeadero de la armada otomana: el puerto de Lepanto, en la antesala del golfo de Corinto, que separa Etolia del Peloponeso. Tras una ardua navegación, jalonada por el mal tiempo y los constantes desacuerdos entre los diferentes jefes cristianos, la armada fondea en el puerto veneciano de Cefalonia el 5 de octubre.
Discusiones en el alto mando
Cuando los otomanos saben de su presencia en esas aguas, el alto mando de Alí Pachá discute acaloradamente. El veterano Pertev Pachá aconseja prudencia. También Uluj Alí Fartax, a quien llaman 'el renegado tiñoso', un curtido marino natural de Calabria que, tras remar como esclavo catorce años en las galeras del sultán, abjuró de su fe y, convertido al islam, ha desarrollado una fructífera carrera al servicio de la Sublime Puerta. Las órdenes de Selim II, sin embargo, son terminantes: combatir. Así, la mañana del 7 de octubre de 1571 se llega a la mayor batalla naval del siglo XVI. Horas después, el golfo de Lepanto es un mar de sangre y la armada otomana ha sido aniquilada.
Los venecianos desean vengar la masacre en Chipre a manos de los turcos. Y deben atacar antes de que empeore el tiempo...
La batalla de Lepanto ha sido estudiada desde varios prismas. Para la historiografía decimonónica, la lectura fue en clave nacional. Este año conmemoramos el 450.º aniversario de la trascendental batalla, y Lepanto. La mar roja de sangre, editado por Desperta Ferro Ediciones, propone una nueva mirada al decisivo hecho de armas. Y es que la historia de la batalla de Lepanto va mucho más allá del sangriento 7 de octubre de 1571. Es una historia que nos sumerge en la compleja geopolítica de un Mediterráneo dividido por la fe, en la que el desarrollo tecnológico a través de nuevas armas y tipologías de buques de guerra desempeñó un papel clave, al igual que el complejo aparato logístico y las ideologías imperiales de la cruz y la media luna.
Lepanto fue una tempestad de fuego precedida por una calma tensa en la que no faltaron intrigas, sabotajes y personajes que actuaban en las sombras, como el marrano portugués José Nasi, un opulento banquero judío, afincado en Constantinopla, que financió el ascenso al trono de Selim II y que mantenía una intrincada red de contactos por toda Europa. Nasi fue, si creemos al Senado veneciano, el autor intelectual de una explosión que provocó un incendio en 1570 en el Arsenal de Venecia.
La frontera entre los mundos cristiano y musulmán era más tenue de lo que cabe imaginar. La regencia turca de Argel estaba en contacto con los moriscos granadinos, cuya conversión era, con frecuencia, más teórica que real. En 1570, los cabecillas de la rebelión de las Alpujarras llegaron a contactar directamente con el sultán en persona. En la otra orilla abundaban también los disidentes: el virrey de Nápoles contaba con agentes entre los griegos y albaneses, poco proclives al Imperio otomano, y el profesor Idris Bostan, en su capítulo sobre la reconstrucción de la armada turca tras la batalla, refiere el caso del obispo ortodoxo de la ciudad griega de Patras, cerca de Lepanto, que no solo transmitió información sobre la armada otomana a los comandantes cristianos, sino que después de la batalla se atrevió a celebrar el triunfo cristiano en su iglesia, lo que le costó la vida.
El enorme esfuerzo de Constantinopla
Bucear en los Archivos Estatales Otomanos y en las crónicas turcas de la época permite reconstruir el enorme esfuerzo logístico de Constantinopla, así como los objetivos de su campaña, las disensiones en el alto mando y el precario estado de su flota antes de la batalla. En efecto, para cuando llegó el aviso de que los buques cristianos se aproximaban, Alí Pachá había comenzado a desmovilizar su armada, que además había realizado una campaña de dos meses en Creta, las islas venecianas del Jónico y el Adriático. Este desgaste ayuda a comprender su derrota.
Cabe considerar también el factor tecnológico, que a menudo se sintetiza, de forma un tanto simple, en la superioridad cristiana en artillería y en las poderosas galeazas venecianas. Estas tuvieron un papel importante, es cierto, y los otomanos llegaron a construir varias unidades bajo la supervisión de un ingeniero naval veneciano capturado en Chipre y que se convirtió al islam. Sin embargo, estos buques adolecían de una movilidad muy limitada, como quedó de manifiesto en la campaña de 1572. En realidad, fue más importante para la victoria cristiana la presencia en su armada de numerosas galeras ponentinas –españolas, genovesas y pontificias–, naves más grandes y robustas que las galeras levantinas –venecianas y otomanas–.
Otro aspecto que cabe considerar cuando abordamos Lepanto y la contienda entre España y el Imperio otomano, y en el que hace hincapié el profesor Phillip Williams, es que, más allá de las obvias diferencias religiosas, las dos potencias tenían mucho en común: ambas se extendían por diversos continentes e incluían grupos étnicos de lo más diversos.
Dos potencias con mucho en común
Como explica Williams, los gobernantes de Madrid y Constantinopla, lejos del fanatismo y la intransigencia con que se los ha pintado a menudo, actuaron siempre con moderación y pragmatismo e hicieron gala de una tolerancia que les permitió explotar una multiplicidad de recursos que no estaban al alcance de ningún otro Estado de Europa. Fue este pragmatismo lo que puso fin al enfrentamiento, pues ambos imperios tenían problemas más acuciantes que dirimir la hegemonía en el Mediterráneo: España debía afrontar la rebelión de los Países Bajos y la creciente enemistad con Inglaterra y Francia, mientras que para los otomanos emergieron problemas en Hungría y Persia.
Todo el mundo cristiano celebró la victoria, incluso la protestante Isabel I, reina de Inglaterra
La guerra concluyó con una tregua silenciosa, pero los ecos de la batalla siguen resonando hasta hoy. El triunfo, que rompió el mito de la invencibilidad turca en las batallas navales, se celebró en todo el mundo cristiano, desde Roma hasta México, pasando por París y Londres, donde la reina protestante Isabel I, según se jactó el embajador español Diego Guzmán de Silva, se vio obligada a regañadientes a organizar festejos por el triunfo católico. Y es que, para los cristianos del siglo XVI, tanto católicos como protestantes, los turcos eran equiparables a los hunos del siglo V. De ahí que Sebastian Schertlin –un viejo lansquenete luterano que en su diario se muestra partidario de los rebeldes flamencos contra Felipe II– dé, sin embargo, las gracias a Dios por la victoria de la Liga Santa en Lepanto. ¿Quién mejor que Miguel de Cervantes, partícipe y testigo de la batalla, para sintetizar en pocas líneas lo que esta significó para un Occidente atribulado? Para él fue «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros»; una batalla a la par con las de Accio y Salamina de la Antigüedad clásica; un punto de inflexión en el curso de la historia.
El arma secreta, las galeras ponentinas
Las galeras ponentinas —las españolas, genovesas y pontificias— fueron decisivas. Tenían ventajas frente a las levantinas, las venecianas, otomanas y berberiscas.
Las ponentinas eran más grandes, así que cabían más soldados; su borda era más elevada, lo que permitía acometer al enemigo desde lo alto; como tenían dos mástiles, desplegaban más velamen; y contaban con una plataforma para soldados y artillería ligera en la proa.
Àlex Claramunt es coautor y editor de Lepanto. La mar roja de sangre (Desperta Ferro).
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