
220 años de su nacimiento
220 años de su nacimiento
Estaba loco por ella. Pero para la soprano sueca Jenny Lind, Hans Christian Andersen era solo un gran amigo, como un hermano. Desesperado, por las noches el escritor danés dibujaba y recortaba vestidos para ella, para vestirla a su gusto en su imaginación.
Muchos días coincidía con Jenny en la ópera y en los teatros. Y ella era encantadora con él. Por fin se decidió a declararse. Ella lo rechazó. Quería a otro. Jenny, en quien Andersen se inspiró para escribir los cuentos El ruiseñor y El ángel, se casó con otro.
No fue el único rechazo amoroso de su vida. Antes que Jenny, también le dijo 'no' una chica de buena familia de la que se había enamorado. Esos desamores se cuelan en sus cuentos y, sin embargo, en sus memorias El cuento de mi vida sin literatura, donde narra sus penurias y alegrías con mucho detalle, no hay ni una sola palabra sobre su triste vida amorosa.
No era un hombre atractivo, no se le daban bien las chicas; de hecho, se ha especulado con que era homosexual y que por eso viajaba tanto, para ligar donde no lo conocían. Nunca se casó. No haber sido feliz en el amor fue una de sus grandes decepciones.
Y eso se traspasó a sus cuentos. Sus historias de amor no suelen terminar bien. A menudo la chica que rechaza al sincero pretendiente «encuentra el justo castigo que merece», destaca Enrique Bernárdez, catedrático de Lingüística y prologuista de H. C. Andersen. Cuentos completos (Biblioteca Áurea, Cátedra). En su opinión, el escritor era muy misógino. En sus obras, «las mujeres son presumidas hasta el pecado (Los zapatos rojos); chismosas (¡Es verdad!); soberbias (Los novios); o tontas y simples (El duende y la señora)». También hay mujeres buenas, sí, pero «su bondad es sacrificio, abnegación», añade.
Al influyente crítico Georg Brandes, coetáneo del escritor danés, le escamaba la sexualidad de Andersen: «No conozco ningún escritor con un sexo menos definido que él. Por eso, su punto fuerte está en la representación de los niños, en los que aún no ha hecho aparición el sentido sexual», dijo.
A Brandes las obras de Andersen le parecían cursis, ingenuas… Pero han perdurado, son universales y han cimentado la fantasía de muchas generaciones. «Es uno de los más grandes cuentistas de todos los tiempos», según Bernárdez.
Hans Christian Andersen, de cuyo nacimiento se cumplen 220 años, fue un tipo especial. De niño era diferente de los otros chicos: cantaba con una impactante voz aguda, cosía muy bien, era solitario, desgarbado, alto... llamaba la atención por feo. Pero también tenía una sólida autoestima y una fe inquebrantable en su talento. Era un patito feo que se sentía cisne.
Que era diferente lo supo desde niño. Prefería quedarse solo en casa, no tenía amigos. Y cuando trabajó en una fábrica de Odense se burlaron de él. Un día le preguntaron si sabía cantar. Claro que sí. Precisamente sobresalía por su «preciosa voz de soprano», dice él en sus memorias. «Cuando cantaba, la gente de la calle se paraba a escuchar», escribe.
Cantó en la fábrica confiado en su voz prodigiosa. Y efectivamente llamó la atención de sus compañeros. Animado por aquel público complaciente, contó que también recitaba poemas y que sabía hacer comedias. Entonces uno de aquellos chicos gritó, despectivo: «¡Es una niña!». «Me agarró y yo chillé y grité, los demás me sujetaron brazos y piernas. Chillé como una muchacha», cuenta en sus memorias.
No volvió más a la fábrica. Ese episodio real aglutina varias de las claves de su vida. Nació pobre, en una casa humilde. Su padre era un zapatero con inquietudes culturales que murió cuando él tenía 11 años: «La doncella de hielo se lo ha llevado», le explicó entonces su madre. Hans Christian cantaba, escribía, jugaba con un teatrito, buscaba el aplauso. Salió adelante ayudado por protectores que apreciaron sus aptitudes, pero, a pesar de convertirse en un autor famoso y muy vendido, no fue del todo feliz. Triunfó como cuentista, pero no logró su afán de ser un prestigioso autor teatral, actor o cantante. Escribió poesía, libros de viajes y novelas, pero lo que lo encumbró fueron sus cuentos. Tenía un don para ellos. Los inspira su vida, sembrada de anécdotas que encajan en sus fábulas: a su madre, de niña, la echaron sus padres de casa para que pidiera limosna y, como no consiguió ni una moneda, «se pasó un día entero debajo de un puente llorando», contó Andersen. ¿Inspiración para La cerillera?
Su abuelo paterno había sido un campesino acomodado que se arruinó y se volvió loco; su madre limpiaba en el manicomio, y de niño la acompañó allí muchas veces y se quedó impactado. También le marcó la llegada, en 1808, de españoles a Odense: «Un soldado español bailó conmigo, me besó y lloró», escribió. Pudo ser el origen de El soldadito de plomo.
Le dejaron huella también el folclore nórdico, los cuentos de Hoffmann y sus miedos. Uno importante fue la muerte. «Para él la muerte es triste, pero es bella porque conduce hacia Dios. Es omnipresente en su obra», explica Enrique Bernárdez.
Fue Andersen un hombre temeroso y a la vez fuerte y decidido. Había que tener arrojo para marcharse solo con 14 años a Copenhague para ser cantante. Allí lo pasó mal. Muchas veces lloró arrodillado clamando ayuda a Dios («Dios vivía conmigo en mi cuartito», escribe él). En Copenhague conoció a sus ángeles de la guarda, porque en su vida se topó con protectores que creyeron en su talento como Jonas Collin, director del Teatro Real, que lo recomendó al rey Federico VI para que le concediera una pensión y le consiguió una beca de estudios.
Sus cuentos gustaron enseguida. Sobresalen por «combinar literatura de larga tradición con buena escritura», dice Antonio Rodríguez Almodóvar, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil. «Tres de sus cuentos se han convertido en parábolas de nuestro mundo: La Sirenita, del amor imposible; La cerillera, de la injusticia social; y El traje nuevo del emperador, de la vanidad de la política», añade. Para el escritor Gustavo Martín Garzo, «La Sirenita es la historia más hermosa jamás escrita».
Y sí, el amor le importó. Se dice que Andersen murió con una carta de amor escondida en el pecho. Se desconoce el contenido porque en su testamento pidió que se quemara sin abrir. «La única carta de amor que había recibido y que nunca contestó valía para él más que todos los laureles», concluye Gustavo Martín Garzo.